Editoriales

Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15)

Episcopeo

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

La palabra de Dios de este primer domingo de Cuaresma condensa, en las tres lecturas, la obra de la salvación que Dios realiza con los hombres por medio de Jesucristo. La primera lectura expone la situación a que el pecado de nuestros primeros padres había llevado a la humanidad: una situación de depravación total, merecedora de la reprobación divina; el evangelio proclama la victoria de Cristo sobre el Malo, el príncipe de este mundo, y da cuenta del anuncio hecho por Jesús de la llegada del Reino de Dios; y la segunda lectura, presenta la redención llevada a cabo por Jesucristo, que se nos comunica por medio el Bautismo.

Cuando Dios puso en marcha la creación (que alcanza en el hombre su punto culminante), se propuso, como meta, su salvación, que consiste en su divinización. Y esta obra de Dios es imparable e infalible. Imparable porque los planes de Dios se cumplen inexorablemente; e infalible porque el proyecto de Dios implicaba la encarnación del Hijo de Dios, que era necesaria para que el hombre viniera a ser hijo de Dios. La salvación de la creación es una obra divina, ya que el hombre no podía ascender hasta Dios, si Dios no descendía hacia él.

Cuando nuestros primeros padres pecaron contra Dios, rechazando el proyecto divino, Dios pudo haberse arrepentido de haber creado al hombre, y aniquilarlo (¿quién se lo podía impedir o reprochar?); pero no lo hizo. Hubiera supuesto reconocer su fracaso y su impotencia. Así que no lo hizo, sino que se comprometió a su futura liberación, llevada a cabo por uno nacido de mujer, dotado de poder divino.

No obstante, los hijos de Adán fueron hundiéndose cada vez más en el pecado, hasta el punto de corromper a la humanidad casi por completo, y provocaron la ira de Dios (según la descripción antropomórfica del relato del diluvio). La justicia vindicativa de Dios se frenó ante los pocos justos que componían la familia de Noé. El mismo Dios, ejecutor de la limpieza de la humanidad, parece impresionado por la magnitud del castigo, quizá desproporcionado con la pequeñez del hombre. Por eso se comprometió en alianza unilateral (en forma de promesa) a no volver a aplicar una sanción tan drástica, en caso de que el hombre volviera a reincidir en una corrupción semejante.

Noé representa el principio de una nueva humanidad fiel, conforme al corazón de Dios; pero Noé no garantiza la permanencia de la humanidad en la justicia, que sólo la misericordia de Dios puede fundar y consolidar, sanándola mediante su perdón y sosteniéndola por medio de su gracia. De hecho, después de Noé, sus descendientes volvieron a las andadas (prueba de ello es el episodio de la torre de Babel). Para responder a la invitación de Dios al hombre, de incorporarse a su vida divina (llamada que siente dentro de sí como un deseo apremiante de llegar a ser como Dios), el hombre debe ajustar su vida a los mandatos del Señor, mas sólo los humildes están en condiciones de prestarle oídos (por la fe) y de obedecerle (como condición necesaria). Pues Dios es misericordioso, pero no abdica de su justicia: Él es la medida de la rectitud, a la que el hombre ha de ajustar su vida, para ser santo como Dios es santo (salmo responsorial).

El evangelio nos presenta a Jesús como Mesías, que debe vencer a Satán, para lo cual, el Espíritu -que lo ungió en el bautismo- lo impulsó al desierto, a fin de enfrentarse con Satanás -opositor de Dios y de su reinado-, y, asumida, en su dolorosa realidad, la misión recibida del Padre, anunciar la proximidad del reinado de Dios, es decir, un mundo acorde con Dios, que goza de su amistad y que está llamado a su gloria. El anuncio del reino se ha de acoger con fe, la cual capacita y dispone al hombre para la conversión a Dios. La fe es un don de Dios a los humildes, los cuales admiten -guiados por la fe- que su vida es valiosa (y no se la debe despreciar ni se debe desesperar de su salvación), a pesar del deterioro causado en ella por el pecado; por fe reconocen la propia incapacidad para salvarse, pero, al mismo tiempo, -también por la fe- intuyen que el autor de la vida hará lo inimaginable para salvarla.

Veíamos que Noé y su familia representan un nuevo comienzo de la humanidad fiel, aunque sin garantía de permanencia en la justicia. Será necesaria una intervención divina para sanar a la humanidad. San Pedro confiesa que es Cristo quien, siendo inocente, muere por los pecadores para que obtengan la salvación.

Cristo es el nuevo Noé; la Iglesia, el arca de la salvación; el Bautismo, el agua espiritual que purifica al hombre del pecado.

Escrito en: Episcopeo Dios, hombre, Dios,, debe

Noticias relacionadas

EL SIGLO RECIENTES

+ Más leídas de Editoriales

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas