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Nombre de Dios en una joya literaria del siglo XX

LETRAS DURANGUEÑAS

Nombre de Dios en una joya literaria del siglo XX

Nombre de Dios en una joya literaria del siglo XX

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Una vez terminados sus estudios profesionales en la Universidad Nacional, el horizonte se abría a plenitud para Gabriel Guerrero Ibarra (1914-2000). La juventud es una ardiente promesa, señala el poeta español Vicente Aleixandre. Como una escena de película en blanco y negro (el doctor de cuerpos, pero también de almas, un recién llegado para aliviar los males), el muchacho de Durango prestó su servicio social en la población de Nombre de Dios, a cincuenta kilómetros de la capital del Estado. La primera página de sus espléndidos ‘Relatos intrascendentes’ (1945) –una auténtica joya literaria del siglo XX- describe un paisaje lleno de contrastes:

“¡Campiñas verdes! El gran Valle de Nombre de Dios se abrió como una cuchillada en el paisaje; pacía el ganado tranquilo sobre el rico pasto, se dormían todos los matices del verde sobre la sabana inmensa. Más allá, hacia el Sur, bajo la cruz del cielo, el Papantón coronaba sus montes de pinos y recias maderas, de fauna multiforme y flora ´proteica donde se marchita la fresa campestre bajo el peso del plantígrado bonachón y robusto. Todavía más allá, junto al mar, selvas…Lujuria de las ramas donde las lianas como mujeres se enroscan al torso de las caobas y se perfuman, donde la Naturaleza se embriaga y pare y asesina ciegamente…”

Será el entorno de los personajes de los veinte cuentos que integran la obra, en donde la memoria lleva el discurso narrativo que recupera la serie de anécdotas –seguramente con una enorme carga en la realidad- entre los pacientes y el doctor. Se cruzan la vida, la muerte y el paso de un lado al otro: el dolor. Sin títulos, pero numerados, las breves historias se despliegan en una de las claves de la existencia, el momento de enfrentar la enfermedad o la desgracia. El asesinado que se consuela haberle dado también un balazo a su agresor en el último instante de vida, la fatigosa lucha para traer un niño al mundo en aquella desolación, la salvación de un picado de alacrán en una cueva. El desarrollo del libro pronto revela una de sus principales características: la disolución del Paraíso terrenal. Es una crítica poética al tratamiento del discurso edificante. Sirvan los ejemplos, al tiempo que apreciamos la bella prosa del autor, un intermedio por cierto entre los cuentos de Agustín Yáñez y Juan Rulfo:

“Aquí sólo el llano y la aprensión. El pueblo desconocido y hostil que pronto vomitaría sus miserias.

Me fui maldiciendo de la vida, de mi ciencia, de Dios, que no escuchaba aquella voz temblona que hubiera conmovido a las montañas…”

Y en unas líneas de reminiscencias bíblicas, quizás con algún temblor de la plegaria de Job, se cierra el párrafo:

“¡Quién eres tú, pobre vieja campesina, para que te escuche Dios?”

El doctor arriba al infierno con los bálsamos de la ciencia. Trata de unir, regresar a los exiliados del edén. A los momentos más álgidos, entre la cima y la sima, puede seguir la propia naturaleza nos cura:

“El pueblo acostumbraba lavarse con lluvia en las mañanas…Era el agua tan clara que logró al fin lavarme el corazón.”

Dos elementos más, Dios y la mujer, rompen con la visión idealista del relato. Durante las conmemoraciones de la Semana Santa, al son de un arpa y un violín, el regocijo es general, incluso las beatas participan en las fiestas “como si fuera justo festejar la tortura del Hijo de Dios”. Sin embargo, el pensamiento el doctor se divide, espléndidamente en las dos caras de la moneda (quien busca a la divinidad ya la ha encontrado, resumía Pascal):

“Yo he presentido a Dios junto a estos hombres sencillos, lejos de la hipocresía dominguera de las grandes catedrales.”

Para volver, apenas unos instantes después, al racionalismo de quien se formó en las aulas profesionales:

“Los hombres cantaban con voces estridentes de falsete, como cantan los rancheros de la tierra sus coplas agresivas. De no estar en el recinto sagrado, pude haber creído que aquello era una reunión de cantina.”

El pueblo cuando no canta, mata, aclama la voz autobiográfica. Se muere en una pelea de gallos, por la posesión de la tierra, por una mujer. Y en el mito está la plenitud: la pasión amorosa tiene sus despeñaderos. En la soledad primigenia, la aparición de la mujer es un relámpago encarnado, alucinante y seductor. “Ahí tiene usted por ejemplo a Juana, la hija de don Fernando. ¿La conoce?”. La descripción tiene sus tintes de hipérbole:

“Cruzaba el jardín del pueblo, con ese garbo de las criollas que nada pide al de las andaluzas…¡En verdad era una estupenda mujer! Alta y flexible como los árboles púberes de sus campos; cabellera fecunda donde se había rezagado la noche, los ojos rasgados hasta hacerse daño, los pómulos pronunciados ligeramente le daban a la cara reminiscencias orientales; en los labios carnosos la sangre de animal fino pugnaba por salirse de madre; los senos casi le rompían el rebozo; por aquella cintura increíblemente delgada resbalaba el deseo hasta llegar a las ancas redondas y firmes, como la grupa de las potrancas que se lucían en las carreras.”

Brumas de la ensoñación, la mujer es la medida del deseo del hombre. Eva, fruto de la tentación incontenible. Para de pronto despertar de un sueño que no obstante deja su rastro abismal:

“Y a los lejos, danzando desnudas, cruel, sádica, diabólicamente, ¡dos estupendas ancas de mujer!...”

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS Dios, pronto, Nombre, aquella

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