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Episcopeo

HÉCTOR GONZÁLES MARTÍNEZ

Se transfiguró delante de ellos (Mc 9, 2). Éste es mi Hijo amado; escuchadlo (Mc 9, 7)

En este Segundo Domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta la escena de la Transfiguración para decirnos que también a nosotros, tras haber seguido a Jesús en su caminar hacia el Calvario, nos espera la gloria que Él mostró a sus Apóstoles. Con la Cuaresma iniciamos un camino en el que se nos hace más presente la Cruz, pero cuyo último destino será la gloria de Jesús y también la nuestra. La lucha contra las tentaciones y el mal, a la que se nos invitaba el pasado domingo, debía ser tarea primordial en nuestro caminar; hoy se nos asegura que la lucha contra el mal nos conduce a la vida y termina con la victoria y la glorificación. Sabemos, además, que en esa lucha no estamos solos, sino que Dios la comparte con nosotros, ayudándonos con su gracia.

Abundando en la intención que subyace en la lectura del pasaje evangélico de este Segundo Domingo Cuaresma, podríamos decir que es la misma que tuvo Jesús después de haberles anunciado su pasión, su muerte y su resurrección; es decir, con su Transfiguración trató de confirmar aquella débil fe de los Apóstoles antes de lo que iba a suceder en Jerusalén, de lo cual les había hablado el día anterior y ellos no habían comprendido nada. Al iniciar la Cuaresma, también nosotros, como los apóstoles, somos invitados a seguir a Jesús por el camino que lleva a Jerusalén y termina en el Calvario. Se trata de “tomar la cruz”, llevando una vida cristiana mucho más exigente, algo que también nos cuesta comprender, sobre todo, si en nuestra vida reina la ley del menor esfuerzo o, lo que es peor, una estéril pereza.

No podemos olvidar que, al final de la Transfiguración, Dios Padre dice a los Apóstoles y en ellos a nosotros: Éste es mi Hijo amado, escuchadle (Mc 9, 7). Hemos de tomar conciencia de que Jesús ha sido proclamado solemne y autoritativamente maestro universal. Él es el Camino, la Verdad, la Vida, el único Maestro; y en Él, sin que tengamos necesidad de portento alguno, tenemos que confiar plenamente y pedir, en todo caso, como hicieron los Apóstoles cuando no entendían lo que les decía: ¡Señor, auméntanos la Fe! Dios que había hablado de muchas maneras por medio de los profetas, habló finalmente por su Hijo. Lo que Él dice o enseña es revelación. Y en su magisterio se dirige a todos:

¡Escuchadle!

Una de sus primeras enseñanzas –hoy lo hemos visto– se centra sobre el misterio de la cruz, que va estrechamente ligado al triunfo de la resurrección, es decir, la intención de Jesús es establecer un vínculo entre sufrimiento-muerte, por una parte, y gloria-resurrección, por otra. Esto es lo que sus apóstoles se resistían tercamente a comprender; y esto que sigue siendo misterioso y se niega a aceptar con frecuencia la inteligencia humana es lo que enseña Jesús. La perspectiva cristiana no termina en el fracaso del Viernes, sino en los esplendores del Domingo de Resurrección. Pero para llegar al domingo hay que pasar por el viernes. Lo tenía muy bien asimilado la comunidad creyente desde antiguo en aquellas dos palabras que eran todo un programa de vida: “per crucem ad lucem” (por la cruz a la luz).

De momento los discípulos no estaban preparados para comprenderlo, ni siquiera con aquella maravillosa experiencia de la Transfiguración de Jesús.

Y por eso les prohíbe revelar la visión hasta que Él resucitara de entre los muertos. Entonces, sí, comprendieron todo y será éste uno de los puntos importantes a la hora de predicar sobre lo que hizo y dijo Jesús.

Por su parte, el evangelista Juan nos dejará el recuerdo de aquellos momentos vividos por él, en este versículo del Evangelio: Hemos visto su gloria, gloria como de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14); y también en su Primera Carta cuando nos dice: Lo que hemos visto con nuestros ojos y palparon nuestras manos… os lo anunciamos (1 Jn 1, 1-3).

Repetimos: Jesús es el Maestro, el Enviado de Dios. Es él en quien nosotros creemos, a quien seguimos. A quien escuchamos en cada Eucaristía, donde en la “primera mesa”, la de la Palabra, se nos comunica, primero, como Maestro, para dársenos después como Pan y Vino de Eucaristía. Es cierto que en la misa no asistimos a un milagro visible de transfiguración que nos anime. Pero sí se nos da el Sacramento, invisible pero real y eficaz, de donación que Jesús nos hace de sí mismo, como Palabra y como Pan eucarístico. Deberíamos saber descubrir en esta pequeña experiencia de la celebración eucarística la luz y la fuerza –el “viático” (=alimento para el camino)– que quiere darnos el Señor Resucitado para nuestro camino de cada día.

Escrito en: Episcopeo Jesús, Dios, Transfiguración, termina

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