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Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito (Jn 3, 16)

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Todo lo que sucedió al pueblo de Israel, no fue sino la preparación de la obra de la redención de la humanidad realizada por medio de Jesucristo.

Así, el pasaje que hoy se nos ha leído del segundo libro de las Crónicas, escrito durante el periodo de restauración que siguió al destierro de Babilonia, interpreta la destrucción de Jerusalén y del templo, y el destierro de las fuerzas vivas de Judá a Babilonia, como castigo de Dios por las infidelidades de los jefes, de los sacerdotes y del pueblo, que profanaron el templo y se burlaron de los enviados de Dios. En Babilonia, los israelitas vivieron como esclavos hasta que fueron liberados por Ciro (primer emperador persa), que es presentado por el autor de Crónicas como un ungido del Dios del cielo, el cual entrega la tierra en manos de Ciro, su enviado. Éste le rinde acatamiento ordenando la reconstrucción de su templo de Jerusalén.

Una enseñanza que podemos extraer de lo sucedido al pueblo de Israel es que al hombre le va mal lejos de Dios; pero nuestro Dios no es un Dios vengativo ni guarda rencor a sus hijos rebeldes. Antes bien, es un Dios predispuesto al perdón y a la reconciliación, pues lo que desea es derramar abundantes bienes sobre su pueblo.

Durante el periodo del destierro (al que se refiere el salmo responsorial 136), los judíos (los que participarán en la reconstrucción del pueblo) sienten nostalgia de Sión, y se niegan a complacer a los babilonios, que les pedían que les cantaron las canciones del Señor en tierra extranjera. La actitud disgustada de algunos (por su desarraigo patrio), y esperanzada en la liberación del destierro, va preparando el momento de la reconstrucción del pueblo y del templo.

Pero todo lo sucedido al pueblo de Israel no es (como decía anteriormente) sino figura y preparación de la auténtica obra de la redención de los hombres llevada a cabo por Dios, que tuvo su inicio en la encarnación del Hijo de Dios, y su culminación, en su resurrección de entre los muertos y su ascensión a los cielos, que es cuando comienza a hacerse realidad el proyecto eterno de Dios de integrar en su ser divino este mundo nuestro, que ya participa plenamente de la gloria de Dios por medio de Jesús y de la Virgen María, y de forma todavía provisional (hasta la resurrección de los muertos) por todos los santos, que gozan de la divina compañía en el cielo.

De la intervención definitiva de Dios para la salvación del mundo, dan cuenta los pasajes de la carta de san Pablo a los efesios y del evangelio de san Juan.

Ambos escritos nos revelan el infinito amor de Dios a los hombres, que se pone de manifiesto en la entrega del Padre a su Hijo a la muerte por nosotros, para que el que cree en Él tenga la vida eterna. Los hombres nos encontrábamos sumergidos por el pecado en la muerte; pero el Señor nos ha resucitado junto con Cristo, por pura generosidad, gratuitamente, mediante la fe, que, por ser un acto sobrenatural, es un don divino (que no ha sido merecido por las obras del hombre). La obra de la salvación por la gracia es también una obra de Dios, pues es como una nueva creación (que comporta la justificación del hombre), que hace de nosotros nuevas criaturas, cuya vida ha de dar frutos buenos de vida eterna. También estos buenos frutos son más obras de Dios que del hombre, pero no sólo de Dios, sino también del hombre.

El Hijo de Dios, nacido del Padre como Luz de Luz, ha venido a un mundo en que reinaban las tinieblas, para iluminar a los hombres a fin de guiarlos por el camino claro de la salvación. Lejos de nosotros pensar que el Hijo de Dios ha venido a condenar al mundo; no, sino a salvarlo. Su luz es la vida de los hombres, a los que vivifica haciéndolos miembros de su cuerpo.

Jesús le explica a Nicodemo que, para que la redención del hombre tuviera lugar, era necesario que el Hijo del hombre (es decir, Él mismo) fuera levantado en la cruz. Y, para hacérselo más comprensible, le recuerda la actuación de Moisés cuando el pueblo hubo de atravesar una zona del desierto infectada de serpientes venenosas. Por mandato divino, Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un poste, de forma que los que la miraban con fe en el Dios salvador, eran sanados de sus picaduras mortales. De la misma manera, los que crean en el crucificado tendrán la vida eterna. El crucificado es la muestra suprema del amor del Padre y del Hijo a los hombres, que sitúa a éstos en la precisión de tener que elegir entre el camino de la vida o de la muerte, pues los que no crean en Él serán condenados porque prefirieron las tinieblas a la luz para no tener que renunciar a sus malas obras.

Por el contrario, a quienes acogen el amor de Dios por la fe en Jesucristo, Dios los convierte en criaturas nuevas, hijos suyos en Cristo. Pidamos al Señor que avive nuestra fe en Jesucristo, una fe vivificada por el amor que nos una con Él.

Escrito en: Episcopeo Dios, Hijo, vida, pueblo

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