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De Política y Cosas Peores

CATÓN

Don Poseidón, labriego acomodado, fue a visitar a sus sobrinos en la gran ciudad. Después de pasar un par de días con ellos, cansado del bullicio de la urbe y con nostalgia por la quietud de su terruño, les comunicó su decisión de marcharse al día siguiente. Los muchachos le pidieron que se quedara por lo menos el fin de semana. Le dijeron: "El carnaval empieza el sábado, tío. Quédate a ver el desfile. Va a salir una muchacha desnuda montada en un caballo blanco". "Detesto esas inmoralidades -manifestó, severo, don Poseidón-. Pero está bien, me quedaré. Hace mucho que no veo un caballo blanco"... La paciente le dijo al doctor Duerf: "Soy dibujante industrial. Quizá por eso me ha dado por creer que soy compás". Respondió el analista: "Extraño caso el suyo que estudiaré con el mayor cuidado. Pero para no distraerme hágame usted el favor de cerrar las piernas"... El señor licenciado José García de Letona, célebre personaje de mi ciudad, Saltillo, fue meritísimo maestro del Ateneo Fuente en los años primeros del pasado siglo. Don Artemio de Valle Arizpe, quien fuera alumno suyo, escribió sabrosas páginas acerca de él. Al final de su vida, con la razón nublada, García de Letona sacó a luz en 1914 un opúsculo al que dio por nombre "Capítulos de un plan maestro para hacer frente a una posible invasión americana". En él propuso una serie de medidas que impedirían que los yanquis se apoderaran de nuestro territorio. Una de ellas consistía en infectar a los perros de las rancherías con el virus de la rabia, y cuchileárselos a los gringos -así se dice en lenguaje campirano por decir azuzar- cuando salieran de sus campamentos a hacer una necesidad. Otra medida defensiva estaría a cargo de bellas y heroicas voluntarias que se inocularían a sí mismas virus venéreos y luego se ofrecerían a la lascivia de los invasores para acabar con ellos a base de enfermedades vergonzosas. Se me ocurre que nuestro gobierno podría usar esas tácticas para frenar a Trump, que da la impresión de que cuando se indigesta con una de sus hamburguesas la toma contra México. Don Geroncio, señor maduro en años, logró que una mujer en plenitud de edad y carnadura prestara oído a sus demandas amorosas. Con ella fue al departamento de la fémina. Llegados que fueron a la habitación donde tendría lugar el trance de fornicio la mujer se tendió en el lecho en actitud que recordaba a la Maja Desnuda, la inmortal obra de Goya. Don Geroncio entró en el baño. No lo llevaba ahí ninguna urgencia natural, sino el intento de disponer el ánimo para hacer frente al compromiso con la frondosa dama. Vio sobre el lavabo un pequeño frasco que contenía una pomada blanquecina. Había oído hablar de cierto ungüento fortificador que las mujeres del oficio tenían a la mano para ayudar a los varones en su desempeño. Alabando en su interior aquel auxilio procedió a aplicar en la correspondiente parte una profusa cantidad de la mixtura, con tan buenos resultados que un minuto después ya estaba en aptitud de enfrentar airosamente el amoroso reto. Lo cumplió con prestancia don Geroncio, tanto que al otro día fue la mujer quien lo llamó para una nueva cita. Otra vez el señor recurrió a la taumaturga pomada, con los mismos excelsos resultados. Cuando acabó ese nuevo trance, feliz por el venturoso curso de los acontecimientos, don Geroncio fue al baño con el propósito de anotar el nombre de la pomada, a fin de comprarla en alguna farmacia para futuras ocasiones. Leyó la etiqueta del frasquito. Decía: "Durillon, adieu. Pomada para las callosidades. Con la primera aplicación se ponen duras. Después de la segunda se caen en poco tiempo"... FIN.

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