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De Política y Cosas Peores

CATÓN

Don Poseidón, labriego acomodado, tenía una hija en edad de merecer. Y bien que mereció, pues un día les informó a sus padres que estaba un poquitito embarazada. "¡Con una.!-rugió el severo genitor, que tenía la mala costumbre de no acabar nunca las frases-. ¿Y se casará contigo el papá de la criatura?". "Es muy probable -respondió la chica-. Ya tengo la promesa de seis de los posibles padres". (Nota bene: eran Crisógono, Audomaro, Leontino, Floro, Pacífico y Zenón. Otros tantos declinaron la responsabilidad: Veremundo, Laurencio, Teodorico, Cordífero, Palencio y Agatón). Salíamos de Saltillo cuando aún no asomaba el sol sobre la sierra de Zapalinamé, nombrada con el nombre de uno de aquellos "bravos bárbaros gallardos", irreductibles aborígenes a quienes el conquistador acabó, pero no venció. Teníamos 20 años, y nos llamaban las alturas. Empezábamos el duro ascenso a la montaña. De pronto en la penumbra del amanecer nacía la luz, y aquello era como mirar el mundo recién creado. Estaban los empinados pinos, los encinos venerables, los oyameles de alta copa, los cedros de carne sonrosada, los madroños, las flores de aquella infinita flora que los botánicos no acaban aún de clasificar. Y estaban las mil criaturas montañesas: los pájaros azules, las cotorras, los halcones y gavilanes y águilas, el venado de cola blanca que nos veía, curioso, y luego se alejaba, lento. Alguna vez se nos mostró la sombra fugitiva de un sinuoso puma, y en otra ocasión vimos a una manada de caballos salvajes beber en el estanque que formó la lluvia. Llegábamos al sitio llamado Los Aguajes, o al puerto de la Virgen, o al Agua del Oso; entrábamos en el cañón de San Lorenzo, o en el de Los Pericos; subíamos al Penitente y al Picacho. Y allá arriba nos olvidábamos de acá abajo, y éramos otros aunque los mismos fuéramos. Los que creíamos en Dios decíamos: "¡Qué hermoso es esto!". Los que no creían en Dios decían: "¡Qué hermoso es esto!". Hace unos días un incendio encendió la montaña. Desde la ciudad se veían las llamas y la fumarola, alta como la de un volcán. Algunos de aquellos parajes de mi juventud quedaron convertidos en un páramo. Pero autoridades y ciudadanos acudieron a combatir el fuego, y las llamas fueron prontamente controladas. Por esa acción rápida y oportuna doy las gracias al gobernador Riquelme, a los alcaldes de Saltillo, Arteaga y Ramos Arizpe, al gobierno de Nuevo León, a la Secretaría de la Defensa Nacional, a Conagua, y a todos los organismos y personas que participaron en la lucha contra el siniestro, muy especialmente a la maestra bióloga Eglantina Canales, encargada en Coahuila de la protección del medio ambiente, quien coordinó eficazmente las acciones contra el fuego. Mucho se perdió, es cierto, pero más se pudo haber perdido. Lo que sigue viviendo es la memoria. En mi recuerdo estará siempre la montaña que fue, y estará también el hombre de 20 años que fui yo, aquel que sintió la vocación de las alturas. Meñico Maldotado, infeliz joven con quien natura se mostró avarienta en la parte correspondiente a la entrepierna, sufría por esa injusta capitis deminutio, si me permiten traducir a lo jurídico lo que es meramente anatómico. Su madre lo llevó con un doctor, y éste les dio una magnífica noticia: la ciencia médica, que está en constante evolución, había descubierto recientemente que el consumo de pepinos hace crecer el atributo del varón. Al día siguiente Meñico se asombró al ver que un gran camión descargaba en la casa media tonelada de pepinos. "¿Tendré que comérmelos todos?" -le preguntó asustado a su mamá. "Solamente cinco o seis -respondió la señora-. Los demás son para tu papá". FIN.

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