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Lo que natura da

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ZITA BARRAGÁN

El aroma de un perfume, las notas de una canción, una ronda infantil, una fecha en el calendario y múltiples factores, tienen el poder de iniciar viajes inesperados, directos y sin transbordos, a algún escenario del pasado. Es así como, hace algunas semanas, recorrí una larga –muy larga– distancia de regreso en el tiempo. El detonador de semejante ajetreo mental fue la noticia de la apertura del Centro de Cinematografía y Actuación Dolores del Río, cuyas funciones se explican por sí mismas en el título.

La primera imagen que vino a mi mente, fue el rostro armonioso de mi mamá, Alejandrina Cisneros Páez. Ella está ligada a los recuerdos que se ubican en las polvorientas calles del pueblo del Oeste en el cual John Wayne era rey y a quien, por cierto, la única vez que lo vi me pregunté cómo era posible que existiera en el mundo una persona tan alta. Por su parte, el actor nos saludó –a tres mujeres que dejaron de conversar al verlo llegar, y a mí, que a mis ocho años no sabía ni decir “good morning”– y nos dijo algo en inglés, lo cual ninguna entendió y sólo lo miramos con una expresión alelada. Cuarteto de tontas, debe de haber pensado.

Mi mamá fue una de las primeras extras de cine que participaron de manera continua en las producciones extranjeras que llegaban a Durango. El auge de las filmaciones que dieron origen al eslogan “La tierra del cine” era espectacular. Los sueldos que un extra recibía por tres o cuatro días de trabajo eran más que satisfactorios, aunque se daba el caso de que su participación se extendiera por varias semanas, cuando tenía la suerte de encontrarse “en secuencia”. Y qué decir de los “acercamientos de cámara”, que doblaban o triplicaban las ganancias. Era indescriptible la algarabía de las personas cuando, al llegar el día de pago, recibían un sobre gordo con el cual se abanicaban y bromeaban frente a los demás. Viene a mi mente una señora blanca, con ojos azules, que colocó todos los pisos de su casa con el dinero obtenido en una sola temporada de trabajo.

Al pasar el tiempo, las producciones nacionales se sumaron a las extranjeras, y aunque los sueldos eran inferiores, la derrama económica que dejaban en Durango era muy importante. Por esa época mi infancia había quedado atrás y me había convertido en una adolescente impresionable, que se emocionaba al ver pasar a Jorge Rivero, a Milton Rodrigues y a Hugo Stiglitz, y que “pasaba revista” a Norma Lazareno, Isela Vega, Claudia Islas y algunas otras más porque “al fin que sin maquillaje ni estaban tan bonitas”. Fue entonces cuando mi mamá recibió el nombramiento de Representante en Durango del Sindicato Nacional de Trabajadores y Manuales de la Producción Cinematográfica en México. Ella se encargaba de notificar los “llamados” a los extras y de proporcionar a los jefes de reparto a la gente que, por encargo especial, le solicitaban. Ante la notable habilidad de los caballistas adscritos al Sindicato, provenientes en su mayoría de El Nayar, el ahorro para los productores era sustancioso, en virtud de que no era necesario trasladar desde la Ciudad de México a los expertos en trotes y caídas, los cuales recibían sueldos muy altos, además del pago de hospedaje, alimentación y sus respectivos viáticos. Así, los caballistas locales fueron los encargados de “doblar” a los actores principales en escenas a galope tendido, caídas en movimiento, cambio de un caballo a otro sin disminuir el trote e incluso raptar a “la muchacha”, subiéndola de un jalón a la silla del corcel. Mi mamá conocía a cada uno de ellos y sabía con exactitud lo que eran capaces de realizar; mediante una llamada telefónica, se presentaban a trabajar con una gran puntualidad. También conocía a las extras más guapas (y a todas las demás, aunque no lo fueran tanto), a las que llamaba para formar parte de las “chicas del salón”. Algunas de ellas, pertenecientes a la alta sociedad, aparecen en aquellas películas mexicanas paseándose por la cantina mientras los vaqueros se divierten, o corren a esconderse cuando éstos inician alguna riña. Para ellas era un pasatiempo que las distraía de su rutina y para los cineastas representaban la cuota de belleza que solicitaban para sus cintas. Aunque yo no ostentaba tales atributos, fui seleccionada un par de veces para aparecer en la cantina; cómo olvidar mi vestido de satín anaranjado y la enorme pluma que me colocaron en el peinado bombacho y lleno de laca. Debía, además, fumar un cigarro de color café oscuro y tomar algunos tragos de supuesto vino en un vaso de cristal que no contenía otra cosa que refresco de manzana; todo lo anterior sentada ante una mesa que compartía con un extra güero que venía de Nombre de Dios, quien en la cinta era ni más ni menos que mi cliente. Pero resultó que al oír la palabra “¡Acción!” y comenzar a fingir que fumaba, la llama del cigarro le prendió fuego a la pluma que se inclinaba hacia mi cara. El grito de “¡Corte!”, las carcajadas de todos y el tremendo bochorno que pasé, forman parte de mis mejores recuerdos.

Mi mamá desempeñaba sus funciones en una forma muy comprometida y competente. En cierta ocasión, el jefe de reparto le solicitó con urgencia que le presentara, esa misma tarde, a una persona del sexo masculino que tuviera un ojo blanco, y en menos de dos horas tenía frente a él a un señor que vendía paletas en la calle, por el rumbo de la Plazuela Baca Ortiz, el cual satisfizo tanto las expectativas de los productores, que la felicitaron efusivamente. En otra ocasión le solicitaron que les proporcionara a un hombre al cual le faltara una pierna, y en un dos por tres tuvieron frente a ellos al personaje adecuado. Mi mamá integró un gran catálogo del que formaba parte cada uno de los extras con su respectiva fotografía, en cuyo reverso figuraban los datos suficientes para facilitar el trabajo del jefe de reparto, tales como estatura, color de ojos y piel, domicilio, teléfono y facilidad para la actuación en intervenciones breves. Con esto se evitaron las aglomeraciones que se suscitaban cada vez que los jefes de reparto llevaban a cabo las selecciones de personal. Recuerdo que se solicitaba gente ”tipo indio” o “tipo americano”. Algunos extras, especialmente las mujeres, se teñían el cabello de rubio y se formaban en las filas de “tipo americano”; al ser rechazadas por su evidente disfraz, volvían a formarse y a ser descartadas una y otra vez.

La naturalidad en su actuación, la formalidad y la buena presencia física de los extras locales siempre fue reconocida por los cineastas nacionales y extranjeros. Recuerdo a un productor norteamericano abrazando a un extra que llevó a cabo una escena estupenda a la primera toma. Y mientras lo abrazaba lanzaba exclamaciones en español, tratando de que el durangueño que se había lucido como actor, lo entendiera. Poco a poco fueron confiando más y más pequeños papeles a los actores locales, aunque una que otra vez las cosas no resultaron bien, como ocurrió en una ocasión, cuando le asignaron a una señora un diálogo en el cual debía responder: “No hemos visto a nadie”. Pero resultó que, toma tras toma, corte tras corte, ella insistía en repetir: “No hemos visto a naiden”. El director de la cinta se dio por vencido y ella se perdió de aparecer en la pantalla grande.

Alguien que sí cumplió las expectativas del director fue precisamente mi mamá, en la película ‘El juez de la soga’ (1973). Mientras viaja en una carreta, acompañada por su marido (un extra del Nayar) y su hija (una norteamericana llamada Cherry, que estuvo viviendo en Durango por algún tiempo), unos bandidos los asaltan. El conductor de la carreta azota a los caballos para acelerar el paso, tratando de huir, pero aquellos disparan sus armas y aciertan los tiros, matando primero al marido y enseguida a la esposa. Al ver que han asesinado a sus padres, la hija se enfurece y, usando su rifle, repele el ataque, pero es abatida y cae de la carreta antes de que ésta se vuelque a un lado del camino. No es posible describir la sensación que me causa hoy en día ver esas escenas.

Mi mamá, y todos los que de una u otra forma participaban en la actividad fílmica, amaban ese mundo maravilloso de fachadas falsas, de vestuario gastado por el uso: sombreros, chalecos de cuero, botas de punta afilada, vestidos largos, botines con cintas al frente, maquillistas, peinadoras y jornadas de seis a seis. Y la llegada puntual a las puertas del Hotel Mátar, en donde ya esperaba el autobús con destino a Chupaderos, el cual abordábamos ordenadamente al escuchar nuestro nombre (quienes llegaban tarde se encontraban con la ingrata sorpresa de haber perdido el transporte y la oportunidad de pasar un estupendo día, además de recibir una magnífica paga).

En 1993 se formó la Sociedad Cooperativa de Producción Chupaderos de C.L., integrada por un grupo de personas amantes de la cinematografía, con la intención de filmar y difundir historias ligadas a la identidad durangueña. Bajo esta premisa se filmó la película ‘Leyendas de amor y muerte’, dirigida por Humberto Martínez y escrita por Alberto Tejada (+), en la cual mi mamá participó con un gran entusiasmo en el área de vestuario y como encargada del reparto. Después de cada día de trabajo, regresaba a la casa contenta y cantando –como era su costumbre, siempre cantando–. Esta película contiene las leyendas: La celda de la muerte, La apuesta, La promesa y Beatriz. Por desgracia, ese mismo año mamá enfermó de cáncer y murió sin haber logrado estar presente en el estreno. Con un nudo en la garganta, vi su nombre en la lista de créditos, al terminar la exhibición de la cinta: ‘Reparto: Alejandrina Cisneros. Q.E.P.D.’

A ella, como a todos los que compartieron desde una modesta trinchera su entusiasmo y su pasión por el séptimo arte, les sobraba el talento natural, la llama que enciende voluntades, lo que Natura les dio a manos llenas sin mediación de institutos o academias. Tiempos traen tiempos, decía mamá, y ahora lo entiendo mejor. Si como afirman que dijo William Shakespeare, el pasado es un prólogo, espero presenciar muy pronto el inicio de una nueva historia que, ante tan altos estímulos, deberá derivar en inmejorabes resultados.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS cual, mamá, otra, extras

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