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Sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente (Ef 4, 2). Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15)

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

La Solemnidad de la Ascensión del Señor que estamos celebrando es como el desarrollo y prolongación del acontecimiento de la Pascua que todavía se completará con el envío del Espíritu Santo. Pascua, Ascensión y Pentecostés no son unos hechos aislados, sucesivos que conmemoramos con su fiesta anual correspondiente, sino que forman un único y dinámico movimiento de salvación que ha sucedido en Cristo, que es nuestra cabeza y que se nos va comunicando en la celebración pascual de cada año.

Hoy escuchamos dos veces el relato de la Ascensión: primero es san Lucas quien nos lo ha contado al inicio de los Hechos de los Apóstoles, después ha sido san Marcos el que muy brevemente nos lo ha dicho en el Evangelio, pasaje en recoge, además, las consignas de despedida de Jesús. Bien podríamos decir que la Asunción es, por una parte," el punto de llegada" de la misión de Jesús y, por otra, "el punto de partida" de la misión de la Iglesia, en la que cada uno de nosotros, por ser sus miembros, estamos implicados.

Tres expresiones podrían compendiar un mucho sino todo lo que celebramos en esta Solemnidad de la Ascensión: el fin de etapa y comienzo de otra, el mandato de Jesús y su gran promesa. Acaba, sí, la vida de Jesús en su etapa terrestre y empieza otra. Jesús, ciertamente, es el mismo, lo que cambia es su manera de ser y su manera de estar. Ya no puede sufrir ni se deja ver sensiblemente; pero sigue entre los suyos, presente y activo. Cristo se fue, pero no abandona su obra. Serán sus continuadores los que deberán llevarla adelante, asistidos por Él. En las últimas palabras que les ha dicho hay, precisamente, un mandato y una promesa.

El mandato consistió en continuar su obra. A los suyos les está reservada la misión de continuarla y hacerle presente a Él de manera elocuente entre los hombres. Difundir su mensaje es lógica consecuencia de la fe. No hacerlo significaría no creer o no saber valorar la riqueza del mensaje. A todos nos lo dice: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15). Y si nos cruzamos de brazos, se dejará oír una pregunta que deberá exigir respuesta inmediata: Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? (Hch 1, 11). Mirad que también hay una tarea muy oportuna y sencilla que marcaba el Apóstol en la segunda lectura: Hermanos, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor (Ef. 4, 2).

Pero hay más: en un mundo en que no abunda la esperanza, se nos pide que seamos personas ilusionadas. En medio de un mundo egoísta, que mostremos un amor desinteresado. En un mundo centrado en lo inmediato y lo material, que seamos testigos de los valores que no acaban. Y esto lo debemos llevar a cabo, no sólo los sacerdotes, los religiosos y los misioneros, sino todos: los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos y los escritores cristianos, los maestros y los escritores.

En cuanto a la promesa de Jesús, ya sabemos que se refiere a la continuidad de su presencia, promesa que viene expresada en el Evangelio y garantizada por los signos que acompañarán al creyente, puesto que el milagro es signo de que Dios anda por medio. En todo caso, en el pasaje paralelo del evangelio de san Mateo viene muy claramente afirmada en estas palabras: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20). La presencia activa del Señor es garantía del buen resultado final. Pero esta fe en el resultado final no dispensará nunca, al enviado, de la persecución, del trabajo e, incluso, del fracaso temporal.

Pues bien, el cristiano, como los Apóstoles, debe hacerse a esta nueva manera de presencia. Su esfuerzo diario debe centrarse en el descubrimiento de Jesús en todo, especialmente en los hermanos; en el peregrino que camina, en el hortelano, en el desconocido a orillas de la playa o en el que vive muy cerca de cada uno y acaso no nos damos cuenta... Dios continúa presente. Los sacramentos, de manera especial, son momentos privilegiados de esa presencia activa, que Jesús prometió, pero hay muchos otros momentos en que Él pasa por nuestra vida y andamos distraídos. Lo tenía muy claro san Agustín cuando expresaba el temor que le producía saber que el Señor pasase frecuentemente junto a nuestro lado sin hacerle caso. "Timeo Deum transeuntem".

La comunidad cristiana, que camina entre la Ascensión de Jesús y su encuentro definitivo con Él, ha de concentrar su fe en la certeza el Yo estoy con vosotros todos los días (Mt 28, 20). Momento privilegiado en este sentido es la Celebración de la Eucaristía y en ella cuando se te dice: el Cuerpo de Cristo y tú respondes con fe: Amén, (es decir, Sí).

Escrito en: Episcopeo Jesús, manera, mundo, Evangelio

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