Bombardear al terrorismo: la repetición de una estrategia ineficaz
Hace unos días, Trump anunció que Washington estaba bombardeando objetivos de ISIS en Nigeria. Conviene recordar que en ese país operan hoy esencialmente dos grupos yihadistas. Boko Haram es el grupo original, fundado a inicios de los años 2000, que saltó a la fama global tras el secuestro de las niñas de Chibok. Sin embargo, su entonces líder, Abubakar Shekau, rompió posteriormente con ISIS. De esa fractura surgió una escisión de Boko Haram conocida como la Provincia del Estado Islámico de África Occidental (ISWAP), que sí mantuvo sus lazos con ISIS y se fue fortaleciendo al disputarle a Shekau el liderazgo del yihadismo en Nigeria.
Hace algunos meses, Trump ya había advertido que Estados Unidos podría intervenir en Nigeria por las masacres contra cristianos. En 2017 Trump había prometido “eliminar al terrorismo de la faz de la Tierra” y poco después había dicho que ya había liquidado completamente a ISIS. ¿Por qué, entonces, Washington vuelve hoy a bombardear a una organización que supuestamente ya había sido destruida? Devolver golpes a quienes nos atacan, destruir sus bases y centros de operación, o bien, restringir la migración de aquellos sitios de donde supuestamente “proceden” los ataques, son medidas que pueden tener aceptación. Sólo que no funcionan. No funcionan porque el terrorismo es una clase de violencia cada vez más compleja, híbrida, que produce metástasis, que se vale de las mismas medidas con las que se le combate para reproducirse. Tristemente, no hay mejor prueba de lo que indico que su crecimiento a lo largo de las décadas.
Primero, la complejidad del fenómeno implica desmenuzar los diagnósticos por región e incluso por localidad. Aunque el terrorismo es siempre el terrorismo, hay enormes diferencias en sus diversas manifestaciones, entre sitios como Irak, Afganistán, Pakistán, Siria, Nigeria o el Sahel africano y el terrorismo cometido en países como los europeos o EUA.
En los países donde se ubican los centros operativos y las mayores filiales de las organizaciones, el terrorismo se correlaciona con violencia perpetrada por el Estado, violaciones a derechos humanos, corrupción, y, sobre todo, con inestabilidad y conflicto. En cambio, en países desarrollados como los europeos donde operan células mucho más pequeñas o donde la mayor parte de atentados (más del 70%) son perpetrados por lobos solitarios, el terrorismo se correlaciona mucho más con variables socioeconómicas, con pobreza, desempleo, delincuencia juvenil y marginación (GTI, IEP, 2024). No estamos ante la radicalización del islam, sino ante la islamización del radicalismo.
Entonces, si se desea combatir al terrorismo se requiere de combinaciones de estrategias híbridas que incluyan elementos como los siguientes: (a) medidas eficaces de inteligencia (locales, regionales e internacionales) para detectar movimientos de células y grupos que se encuentren operando, trasladándose o planeando ataques, así como para monitorear a atacantes en potencia, (b) policías y agencias de seguridad suficientemente capacitadas para evitar, de manera quirúrgica, que esos ataques se materialicen, (c) estrategias de des-radicalización a nivel local, lo que implica trabajo intenso con las comunidades y gobiernos locales, (d) esfuerzos de colaboración internacional para contribuir a la estabilización y construcción de condiciones de paz de raíz, en el mediano y largo plazo, para los muy diversos conflictos que prevalecen. Es una tarea monumental porque, además de todo, esas estrategias tendrían que ocurrir en un marco de respeto a las libertades derechos de las sociedades involucradas.
El problema es que medidas como las de Trump continúan avanzando en direcciones precisamente opuestas a lo arriba señalado. Dadas las circunstancias, probablemente Trump no solo no va a “erradicar al terrorismo de la faz de la Tierra” como prometió en 2017, sino que podría convertirse uno de sus mayores promotores.
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