De política y cosas peores
Tengo 87 años. Estoy empezando a hacerme viejo. En mi vida he tenido muchas experiencias, lo cual no me ha quitado lo inexperto. Una de ellas fue haber conocido a Harry S. Truman. Fui presentado a él en Independence, Missouri, en el museo-biblioteca que lleva su nombre. Me llamó la atención la elevada estatura del ex presidente, pues en las fotografías no me parecía tan alto. Tampoco lo vieron así quienes dudaron de su victoria en la elección presidencial de 1948 sobre el republicano Thomas Dewey. Al saber que yo era de México dijo Truman que admiraba al gran héroe mexicano Jaidelgo. Me esforcé en recordar quién era el tal Jaidelgo, hasta que se me prendió el foco y me di cuenta de que así pronunciaba el señor el nombre de Hidalgo. Yo admiraba y sigo admirando a Truman. Se le condena por haber autorizado el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, pero quienes tal reproche le hacen no toman en cuenta que una invasión del suelo japonés habría causado millones de muertos en ambos bandos, pues los japoneses -hombres, mujeres y hasta niños-, fanatizados por la propaganda militarista, iban a defender hasta la muerte el territorio nipón. Las cruentas batallas de Iwo Jima y Okinawa mostraron la feroz resistencia que encontrarían los aliados al invadir Japón. Así, el uso de la bomba atómica fue el mal menor. Advierto con alarma, sin embargo, que me he ido por los cerros de Úbeda, paraje que visito con frecuencia. A lo que voy es a decir que una de las acciones más recordadas del presidente Truman fue haber despedido a Douglas MacArthur, despojándolo de todos sus cargos. Hacer eso fue osadía, pues ese general era el más popular entre todos los de la Segunda Guerra. Figura mediática, MacArthur se preocupaba más por su lucimiento personal que por los resultados de las misiones que se le encomendaban. Ególatra, soberbio, se sentía por encima de todos. Desobedecía órdenes; criticaba abiertamente a sus superiores, incluso al presidente; actuaba como un emperador. Roosevelt no se atrevió a tocarlo, temeroso de la reacción pública. Truman lo destituyó.
Dijo: “No lo despido por ser un pendejo y un hijo de perra, como en efecto lo es. Pero eso no es delito. Si lo fuera, más de la mitad de los generales del Ejército estarían en la cárcel. Lo despido por insubordinado”. Desciendo ahora a terrenos bajunos y pedestres y digo que Marx Arriaga, salvadas las enormes diferencias, se asemeja en más de un sentido al díscolo general americano. También ese tipo, que en el nombre lleva la mala fama, es arrogante; también se cree autosuficiente y descalifica a sus superiores, incluidos el secretario de Educación y la Presidenta de la República. Si no es despedido del puesto que con tanta torpeza y en forma tan tendenciosa ha desempeñado se comprobará una vez más que la mandataria no manda, y que la protección venida de La Chingada, y del más cercano círculo familiar del cacique de Morena, pesa más que la Presidenta y, sobre todo, más que el interés nacional. El tal Arriaga es parte de la nefasta herencia recibida por Claudia Sheinbaum de su antecesor. Dejar en su cargo a ese anacrónico resto de doctrinas ya obsoletas equivale a mostrar que, efectivamente, el que manda vive enfrente. Ovonio Grandbolier es el hombre más holgazán de la comarca. En toda su desgraciada vida no completa un turno de 8 horas de trabajo. Cierto día le fueron con la novedad de que su hijo estaba trabajando en un burdel, congal, casa de mala nota, ramería, manfla o lupanar. “¡Qué vergüenza! -exclamó Ovonio al tiempo que se cubría el rostro con las manos-. ¡En mi familia nadie había trabajado!”. FIN.