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En el viejo Durango

En el viejo Durango

EL SIGLO DE DURANGO 28 jul 2025 - 04:03

El discurso salvador.- Se oía el cantar de los gallos. Fue un miércoles del mes de noviembre de 1914. El capitán Blas Flores, iba a expiar su delito frente al pelotón de fusilamiento. No hacía ni una semana que le había quitado la vida de un balazo en las costillas, que lo pasó de lado a lado, al asistente del coronel Bibiano Hernández, porque le negó una copa, ¿Cómo no iba a negársela, si no traía mezcal ni vino?

Cuando la noche, aún no era tragada totalmente por el día, se le trasladó al Panteón de Oriente. Debió sentir que la tierra se le abría a sus pies, y que muy pronto se le abriría a sus espaldas. En el Panteón, a esa hora, no había persona alguna ni soldados, y como se pretendía que el fusilamiento fuera observado como escarmiento, se le trasladó al pequeño muro del tinaco de las Alamedas. El condenado, puesto de pie, el rostro pálido, las piernas vacilantes, alzaba la mirada al cielo; quizá imploraba que lo salvara, tal vez pedía que lo recibiera o que lo perdonara.

La retirada del sacerdote del patíbulo, anunció la inminencia del desenlace. Un silencio mortal, pesado como una loza, fue resquebrajado por el palanqueo de los rifles del pelotón de ejecución. Las órdenes iban a empezar a caer una tras otra como lápidas, En ese momento una figura conocida y apreciada por todos se recortó del grueso de la multitud. ¡Era Antonio Gaxiola Delgadillo, poeta y escritor de grandes vuelos¡ Una vez en el centro de la aglomeración, pronunció un discurso como sabía hacerlo. Voces colectivas de perdón, enmarcaron la palabra alada del revolucionario Gaxiola. El indulto cayó sobre el reo. La pena capital fue conmutada por la de prisión. La palabra puesta al servicio de la vida, con su punta de diamante había mellado la guadaña. La voz del poeta había sido la voz del pueblo, y la voz del pueblo, la voz de Dios.

El coronel Manuel Manzanera.- Era hijo de hacendado. Su alma noble lo llevó a darse de alta con las tropas revolucionarias de la División Durango, para pelear por la causa del campesinado mexicano, renunciando así a los privilegios que le daba su origen y a la vida. En más de una ocasión dio muestras de su valor auténtico, como las daría frente al pelotón de su fusilamiento.

Tomás Urbina, algún rencor le tenía, por eso en cuanto se enteró, que Manzanera había llegado a la Convención de Aguascalientes, en representación de las fuerzas revolucionarias de mi padre, lo tomó prisionero y lo trasladó a la ciudad de Zacatecas, para que no se dijera que había violado la neutralidad prometida en Aguascalientes, y allí en Zacatecas lo fusiló sin ninguna formación de causa y sin culpa alguna.

Minutos antes de que fuera fusilado-asesinado, el coronel Manzanera, pidió pluma y papel, para escribirle una carta a su querida madre: "Madre son las doce de la noche, en estos momentos van a fusilarme, muero pensando en ti".

El fusilado que vendía semillas.- Lo conocí allá por los fines de la década de los cincuenta o principios de los setenta. Se trataba de un hombre de estatura regular, medio inclinado ya por el tiempo, que no por los balazos. Portaba un sombrero charro, de los llamados de faena, ya raro para aquellos años. Vestía pantalón de mezclilla y una chamarra larga del mismo material que cubría una camisa raída. Unos lentes obscuros con tapaderas a los lados, de esos que se compran en el mercado Gómez Palacio, cubrían sus ojos, mejor dicho su ojo, pues el otro se lo había llevado una bala. Caminaba con dificultad sobre unos huaraches y apoyado en un bastón rústico, por la Plaza de Armas de la ciudad de Durango.

Con uno de sus brazos, sujetaba una pequeña canasta de mimbre, de la que con una cascaroleta de refresco aplanada, extraía semillas de calabaza tostadas con sal, para ponerlas en las manos de quien quisiera comprarle o en cucuruchos de papel periódico.

Nunca supe su nombre, solo sé que en los años de la Revolución Mexicana, en la lucha de facciones, fue fusilado por los villistas, con todo y el reglamentario tiro de gracia, y que era uno de los pocos que había regresado con vida del espectáculo terrible de su propio fusilamiento, gracias a que las balas le resbalaron por el cráneo y que las que recibió en el cuerpo no resultaron mortales, y gracias a un señor que lo recogió del lugar, en el que los villistas lo habían dejado por bien muerto. Nunca supe cómo se llamaba, sólo sé, que lo habían fusilado en la Revolución y que vendía semillas en la Plaza de Armas...

El fusilado que no quiso cooperar.- Las fuerzas del gobierno, iban a fusilar a un cristero en Santiago Papasquiaro. El cuadro se formaba con todas las de la ley. El comandante del pelotón de fusilamiento se hallaba empeñado en que todo saliera bien. Cuidaba todos los detalles con celo.

Después de haberse cerciorado de la correcta formación de sus hombres, de lo planchado de sus uniformes y que a cada ojal correspondiera un botón; de la buena colocación de sus fornituras y del brillo de sus fusiles, sacó el pecho, desenvainó el sable toledano y moviéndolo elegantemente, procedió a herir el aire y los oídos con sus órdenes.

-¡Preparen! ¡Apunten!

Y hasta ahí, porque había algo que no estaba saliendo del todo bien, desde el punto de vista marcial. El hombre del paredón cuando iba a ser emitida la orden mortal de ¡fuego!, se tiraba a tierra, echando a perder con ello la marcialidad del acto, pues no resultaba muy marcial, que el pelotón de ajusticiamiento disparara sus armas apuntando hacia abajo. ¡No! Definitivamente ¡no! aquello no era muy marcial ni para el pelotón, ni para el condenado. Resultaba poco ortodoxo, se apartaba de lo tradicional. De haberse encontrado los Casasola, con toda seguridad se hubieran negado a imprimir sus placas.

Así una y otra vez. Y lo mismo.

El comandante del pelotón, urgido porque todo saliera a la manera tradicional, perdiendo un poco la figura, lo levantaba de la tierra y le decía entre ordenándole y rogándole: "Ándale, estate parado, nomás un ratito, así de chiquito, al cabo no duele, un ratito y ya.

Finalmente tuvieron que amarrarlo a un poste. El fusilamiento, no salió todo lo bien que se quería. Y todo porque el fusilado no quiso cooperar, o no entendía que el fusilamiento es como una inyección: un ratito y ya. Un ratito que no alcanza a doler...

ENRIQUE ARRIETA SILVA / IN MEMORIAM

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