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LETRAS DURANGUEÑAS

La muerte de mi madre

La muerte de mi madre

JOSÉ ÁNGEL LEYVA ALVARADO 25 ago 2025 - 04:03

Adiós, Paquita Alvarado

Mi madre, Francisca Alvarado Gallegos, tuvo una vida larga, 91 años. Sobrevivió 19 años a mi padre. Tras la muerte de su compañero de vida, era difícil imaginar que iba a prolongar su estancia entre los vivos. Una fuerte depresión la postró durante los primeros años de viudez, luego, poco a poco, fue descubriendo el placer de ser dueña de sus deseos. Reinició su gusto por los viajes, por el canto, por la fiesta, y sin duda por la familia. Pero sin que nadie pudiese limitarla en sus decisiones. Se descubrió mujer sin hombre. Que a decir verdad estaba lejos de ser un macho dominante, pero sí una figura patriarcal en su existencia. Antes de ser viuda disfrutó con su marido la libertad de no ser ya responsable de sus numerosos hijos y su cauda de nietos. De quienes recordaba sin errar la fecha de sus cumpleaños. Mi madre murió anciana, y eso me hizo pensar que de manera natural se esperaba su partida. Celebré cada día su permanencia voluntaria en esta función solar. No es una tragedia su muerte, es un desenlace anunciado. Ello me hizo pensar en la vejez dentro de una sociedad mercantil y en una sociedad donde la vida ha dejado de representar un valor sagrado, porque la vida de los otros no es polvo enamorado sino polvo de pólvora y dinero.

La muerte de un ser querido, sin importar su edad ni las causas de su defunción, siempre resultan estrujantes. Cuando murió mi padre, un amigo uruguayo, escritor asentado en Brasil, me dijo, "con la muerte del padre emerge la biografía del hombre". Y era verdad, me comencé a ver en el espejo paterno, los rasgos de nuestro parecido y nuestras diferencias, su herencia de valores morales, su "deber ser". En los funerales y el cortejo de él vi la cosecha de sus afectos, el respeto por su vida. La noche del velorio, su cadáver era el único en la funeraria, pero en sus pasillos y en sus jardines tuvo lugar una especie de verbena popular. Sus años como profesor y defensor de los derechos de los trabajadores en la Sierra dejaba una estela de gratitud y de amistad que se expresaba con flores y con llanto. Fueron necesarios dos camiones para trasladar los ornamentos florales al cementerio.

Pensé que con mi madre sería distinto, algo menos apabullante. Pero en su propia medida y en su longevidad las muestras de afecto fueron casi igual de aparatosas. La misa en la catedral fue un acto solemne con lleno visible. El sacerdote que ofició la ceremonia fúnebre, de cuerpo presente, le comentó a una prima que hacía muchos años no sentía la fuerza del cariño en esa iglesia. Y es verdad, allí estaba el personaje central de una familia cuyos hijos y nietos adherían afectos, amistades profundas que recordaban que, en la mesa de Francisca, Paquita o Quica, siempre hubo lugar para los amigos de sus hijos y sus hijas. Una familia grande que acogió en su hogar a otras personas que se hicieron parte de su sangre. Algo que venía practicando mi abuela paterna. Esa misma familia que colmó a mi anciana madre de atenciones y de amor.

A la salida de catedral, Óscar Jiménez Luna me propuso que escribiera un texto a propósito del deceso de su paisana, pues ambos, como mi padre y el suyo eran de San Juan del Río. Allí, en la cuna de Doroteo Arango, Pancho Villa, se entierran nuestras raíces, allí descansan abuelos y bisabuelos. Con la muerte de mi madre sólo queda el recuerdo de ese origen ancestral y parientes a los que ya no frecuentamos. Mi hermano mayor es el único nacido en San Juan. Tierra que me despierta una emoción solar cuando acudo a sus paisajes áridos, a sus atardeceres solferinos y nervudos, al aire que afila las agujas de los cactus.

La muerte anciana de un ser querido me hizo pensar en este país donde los jóvenes matan y se matan por un puñado de fantasías, donde la vida carece de valor y donde el sentido de humanidad se transforma en una práctica caníbal, en demostraciones de crueldad, en la extinción del otro. Sí, con la muerte de los padres emerge la biografía de las familias. Esas biografías que nos hacen pensar con optimismo el futuro, pues hubo un pasado con principios. Mi familia emerge del magisterio. Fuimos educados para aprender y enseñar, para amar. Mi madre cierra un capítulo de andanzas por la sierra sembrando porvenires, alentando a los niños y a los jóvenes a soñar con esa patria que nos ofrecían los libros de texto gratuito, a no dejarse llevar por la corrupción y la trampa.

Hubiese volado para ir al funeral de mamá, pero siempre recuerdo la expresión de los duranguenses: Durango queda lejos de todo. No hay una ciudad a menos de 3 horas de distancia. Y Aeroméxico es la única aerolínea que pone precios como si volaras al extranjero. No falta quien te alerte sobre los peligros en la carretera. Dicen también los duranguenses, o duranguraños, que Durango es destino, si no tienes una causa es difícil que pases por su cielo. "El cielo más cielo", según mi amigo Juan Manuel Roca, poeta colombiano. Siempre dije que iba a Durango para ver a mi madre, ahora diré que necesito ver ese azul cobalto, esos bosques y desiertos de quienes me enseñaron un principio irrenunciable: "El hombre (la persona) es a la palabra lo que la palabra al hombre".

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