Los muros invisibles del poder burocrático
Hay un desgaste que no figura en los reportes de productividad, una erosión que no se mide en metas trimestrales ni en los informes anuales. Sucede en la opacidad de los pasillos, en el lenguaje cifrado de las juntas, en el peso de las miradas que se esquivan. Es la historia de alguien - podría ser cualquiera - que un día comenzó a notar que el aire en la oficina se había vuelto más denso.
Al principio, son detalles pequeños, casi imperceptibles para quien mira desde afuera. Un correo que "por error" no fue enviado. Una reunión a la que se le notifica cuando ya ha concluido. La asignación sistemática de tareas que, paradójicamente, carecen de propósito o son imposibles de cumplir con los recursos otorgados. Son los llamados "olvidos estratégicos", las responsabilidades que se desvanecen como azúcar en el agua, hasta dejar a una persona convertida en un islote de funciones invisibles.
El vocabulario se transforma. Términos como "reestructura" o "reajuste de cargas" enmascaran una realidad más cruda: el aislamiento profesional. Se habla de "falta de adaptación al equipo" cuando en realidad se ha construido un muro a su alrededor, ladrillo a ladrillo, con murmullos y miradas. La persona comienza a dudar, no solo de su competencia, sino de su propia percepción de la realidad. "¿Estoy exagerando?", se pregunta a cualquier hora del día.
Lo más sofisticado del mecanismo es su naturaleza sutil. No hay un golpe visible, no existe un documento que ordene la marginación. Es la sombra que se alarga al final del día, la broma que no se comparte, el crédito que se esfuma. La persona se encuentra atrapada en una partida de ajedrez donde las reglas cambian constantemente y solo ella parece estar jugando.
Las consecuencias trascienden lo laboral. Es la maleta que se lleva a casa llena de una tensión silenciosa. Es el cansancio que no se alivia con el descanso. La salud comienza a ceder ante la presión constante e intangible, como una gripe que nunca termina de curarse.
Y en el centro de este ecosistema, la paradoja más grande: la persona se vuelve invisible para la institución, pero hipervisible para el mecanismo que la hostiga.
Su presencia se tolera, pero su esencia profesional se anula lentamente. Es un fuego que no crece, pero que nunca se apaga, consumiendo la madera desde adentro.
Esta crónica, que se repite en escritorios anónimos, nos demanda. Nos habla de la urgencia de nombrar lo que no se dice, de mirar de reojo lo que sucede al compañero del cubículo de al lado. Porque la solución no está en un manual o en un curso, sino en la voluntad colectiva de negarse a ser cómplices del silencio. Al final, el "mobbing" no se vence con un enfrentamiento, sino con la construcción de diques de dignidad.