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LETRAS DURANGUEÑAS

Mis maestros de primaria

Mis maestros de primaria

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA 12 may 2025 - 04:04

Años atrás, mientras la pandemia extendía sus alas sombrías por todos lados, leí "Lecciones de los maestros", de George Steiner, sin duda uno de los letrados más sabios de nuestro tiempo. Con esa prosa deslumbrante, en donde alcanzan su gran altura y conjunción, la filología, la historia, la filosofía, la suma de tantos estudios literarios, al repasar las herencias de los pensadores que hicieron del magisterio su notable labor de siglos, yo me acordé -guardadas las enormes proporciones- de mis propios profesores, que no por modestos han sido menos importantes en mi formación. En principio los escolares, llamémosles así, para diferenciarlos del otro grupo: los que fui eligiendo en mi aprendizaje orgullosamente autodidacta en las humanidades. Quisiera traer a cuenta al menos dos de los iniciales, ya que estamos todavía alrededor del 15 de mayo, día de su celebración.

Los buenos maestros se van transformando en buenos recuerdos. Por los conocimientos que nos inculcaron -como muy bien se dice- y sobre todo por el ejemplo que nos dejaron sus personas.

Empiezo con el profesor Amado (lamentablemente no recuerdo su apellido), mi mentor de segundo año en la Escuela Primaria del Club de Leones de Gómez Palacio. En una ciudad de camellones floreados, de calores insoportables y de camiones de volteo llenos de uvas que iban y venían, el maestro tenía un gusto muy especial por el "dictado", para usar la palabra acostumbrada. Al terminar su intervención, pasaba banca por banca para revisar los resultados de sus alumnos. Providencialmente una vez se detuvo frente a mí, tomó mi cuaderno, lo volvió a leer, ahora con más atención y con la regla que traía recortó la hoja. Ponle tu nombre y el grupo, me dijo. Y lo recogió. Días después lo vi, flamante, como si fuera lo más bonito de todo lo que se veía a kilómetros a la redonda, pegado en el periódico mural de la escuela. No tenía ningún error. Los puntos y comas estaban en su sitio, las minúsculas tampoco usurpaban el lugar de las mayúsculas y la "v" de vaca respetaba a la "b" de burro. Fueron días felices. A la hora del recreo, luego de abrir mi "Gansito" Marinela en turno, pasaba y pasaba, a diferentes distancias, para echarle un ojo a mi escrito novel (Nobel, diría allá, si lo hubiera sabido). Aquel papel fue mi único reconocimiento en ese tiempo, pero me bastaba y me sobraba. Por esa bella afición de mi profesor por la escritura bien hechecita, no lo olvido. Amable, de una apariencia limpia, casi sacerdotal, calvito prematuro, algo parecido a su célebre homónimo: Amado Nervo. Era la época de la telenovela peruana en blanco y negro "Simplemente María" y de la llegada del hombre a la luna. Para el tercer año nos cambiaron al Instituto 18 de marzo.

Después del mundial del fútbol México 70, ya en un Durango verde y fresco, siempre con su amplia sábana azul por encima de sus habitantes, con muchas casas de adobes pelones en el centro, tuve la suerte de que la profesora Margarita Bravo Morán me impartiera el sexto año en la Escuela # 4 José Ramón Valdés. Sus lecciones fueron definitivas. Vestida casi siempre de negro -creo que era viuda, siendo una mujer que no llegaba a los cuarenta años- era la viva representación de una maestra en toda la línea. Seria, pero de buen semblante y carácter, sin permitirse ni permitirles a sus alumnos, ningún acercamiento que no fuera el necesario para una relación profesor-alumno en un marco de respeto mutuo. A veces sonreía y nosotros con ella, ante tal invitación prodigiosa. Vivía, respiraba, y acomodaba todo su comportamiento para su clase. Porque era, sobre todas las cosas, su lección diaria: de Geografía, Matemáticas, Ciencias Naturales, Lengua y Literatura. En todas las asignaturas a su cargo era competente. Nos pedía cambiar la libreta por cada materia, y si se podía, de color azul a rojo, y viceversa, la tinta de la pluma para darle estética a los párrafos. Como si estuviéramos escribiendo libros de texto, ni más ni menos. Y ante todo, irradiaba integridad moral.

¡Qué maestra! De todos mis recuerdos de ella, sobresale uno que he platicado varias veces en conferencias sobre la lectura. Fue la vez que nos contó la historia de Los sobrevivientes de los Andes, que no hacía mucho que acababa de suceder. Nos tenía fascinados, no dudo de algunas bocas abiertas por el salón, dándonos detalles de la tragedia: los jóvenes jugadores de rugby en Uruguay, su viaje a Chile, el terrible avionazo, y -principalmente- el rescate de los muchachos, gracias al valiente liderazgo de Fernando Parrado y Roberto Canessa, a quienes posteriormente he seguido en documentales, conferencias por internet y películas sobre su férrea voluntad heroica. Si el contenido del relato era, pues, de por sí impresionante, la forma de narrarlo no se quedaba corta. La profesora hacía pausas, subía o bajaba la voz según se requiriera, apuntaba la trascendencia del esfuerzo, la fe y la esperanza en crisis y desastres. Mejor imposible, como se dice. A partir de aquella excepcional experiencia histórica y de algún modo literaria, me hice seguidor, subrayo, de aquellos hechos. En cuanto pude, ya en la preparatoria compré a propósito el libro de Clay Blair Jr. Lo presté... y lo perdí. Muchos años después, lo volví a adquirir en un tianguis de segunda mano en Guadalajara. Éramos, y no éramos los mismos, para decirlo en los términos de Octavio Paz. Como si volviéramos a vernos dos buenos amigos...a otra edad. Lo guardo ante todo como homenaje a mi querida maestra Margarita. Gracias a aquel hechizo, en una espléndida mañana durangueña, vinieron otras agradables compañías de más páginas en el camino.

Cierro este artículo con dos breves evocaciones, más íntimas, si se me permite. Una es visual: la vieja fotografía en la que mi padre, el profesor José Jiménez González, está sentado en una piedra dando su clase a un buen número de niños que lo rodean, seguramente en la sierra lejana. La segunda se oye. Nunca me he sentido tan orgulloso como cuando me daba cuenta de que se referían a mí como "El hijo de la maestra Rosa Amelia". Me gusta también recordarlo, especialmente el día 15 de cada mayo.

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