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SORBOS DE CAFÉ

El aparador

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MARCO LUKE

Las campanas de la catedral acompañaban mis pasos.

Como un metrónomo barroco, el eco se extendía y golpeaba contra el adoquín cada cuatro pasos míos.

El corredor Constitución se convirtió en un escenario donde mi monótono caminar se convirtió en un baile decorado por compases de bronce.

Dejando detrás la ventana de una de las torres donde aún en algunas horas aparecería la monja, apresuré un poco el paso para cruzar la avenida, atacado de pronto por los rayos incandescentes del sol vespertino.

Me apuró más llegar a la orilla para evitar ser calcinado por la lumbre solar que por el tráfico.

Justo en la esquina, la sombra proveniente del edificio que alguna vez albergó el afrancesado Banco de Durango, se apiadó de mí refrescó lentamente mi cabellera negra.

Olvidé por completo la danza clerical a pesar del continuo y ensordecedor sonido del campanario.

La tarde envuelta por la quietud típica de la colonial capital duranguense, intentado refrescarse con la brisa de las fuentes en el jardín, parecía una pausa en el tiempo.

Sentía a la ciudad entera en el receso obligado que la provincia toma para degustar los sagrados alimentos a la hora de comer.

La inercia me llevó a disminuir la velocidad de mi andar para disfrutar palmo a palmo la plaza de armas y sus alrededores.

El vuelo de las palomas tronaba en el viento callando en el fondo, el sonido de los chorros de agua cayendo incansables en la cantera.

Justo en medio, el kiosco vacío, apacible pero firme, se mantenía vigilante a lo que ocurriera en las cuatro esquinas de la plancha.

Los esfuerzos por mantener el estilo colonial habían surtido efecto, aun cuando muchos de los establecimientos contrastaban con la época, sus nombres y sus fachadas se acoplaron a las peticiones de la historia.

Caminaba mientras analizaba la mezcla de tantos tiempos en un solo lugar, preguntándome cuántas vidas habían caminado ese corredor, cuántas generaciones olvidadas sonrieron en esta plaza; y justo cuando me preguntaba cuántos amores escribieron su historia en este lugar, te vi.

Me detuve bruscamente frente a la entrada de aquel establecimiento.

Exactamente detrás del cristal protegiendo el aparador donde maniquíes vestían y modelaban una variedad de vestimentas, tu acomodabas algunas de ellas y detallabas con delicadeza los atuendos.

No te percataste de mi presencia hasta que la mirada imprudente te hizo reaccionar dejándote inmóvil e incómoda por unos momentos.

La naturalidad con la que sonreías y masticabas una goma de mascar, me causó cierta comicidad, pero de inmediato descubrí la ausencia de vulgaridad a pesar de tus manías.

También reaccioné y sentí vergüenza por la ligereza en la forma en la que te contemplaba.

Te sonrojaste, acomodaste tu cabello rubio intentando ignorarme, pero pesó más la tensión en nuestros cuerpos obligándote a dejar inconclusa la tarea.

A pesar de lo apenado que me sentía, la responsabilidad me aconsejó entrar a buscarte para ofrecerte una disculpa; el pretexto perfecto para conocerte.

Entré y al momento de verme llegar al lugar y otorgarme cierta valentía, o debería decir, desfachatez, no mostraste ningún tipo de movimiento, sólo una indiferencia forzada que terminó en una cortesía rayando en lo grosero.

La molestia de la escena anterior se derramó en un cortante y osco "¿qué se le ofrece?", sin dirigirme la mirada, reacomodando una y otra vez prendas de vestir desdobladas sin necesidad.

-"Quería pedirle una disculpa"- ofrecí a penas sonriendo. -"La confundí con un maniquí"- Agregué sinceramente.

Una sonrisa te traicionó y no tuviste más remedio que bajar la mirada y enmudecer.

-Aunque tal vez estoy equivocado, porque nunca había visto a una muñeca masticar un chicle-

Detuviste de golpe el movimiento de tu mandíbula, y enseguida cogiste un trozo de papel de entre las notas de compra para abrir tus labios rojos poco a poco y, con mucha elegancia, te deshiciste de él.

No supe cómo es que terminamos aquella noche conversando en un café, pero fue una de las mejores conversaciones de mi vida.

No sé cómo es que un par de meses después terminé por besarte.

No he sabido cómo es que aquellas campanadas me llevaron hasta el escaparate donde te vi por primera vez, pero les estaré infinitamente agradecido.

Y aquí estoy como todos los días. De pie frente a este aparador, esperando a que salgas y tomarte de la mano, hasta que la historia nos tome a ambos... para siempre.

Escrito en: Sorbos de café pesar, poco, estoy, lugar,

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