
Embriagado de amor
Todo comenzó con una sonrisa.
La velada ya se había bebido gran parte de la madrugada, mientras ellos, gastaban sus miradas tratando de encontrarse.
Desde que Andrea llegó dibujando el lugar con una timidez refugiada detrás de una sonrisa coqueta, Mauricio dejó hablando solos a sus traumas para ir en busca de esa boca.
Ella estuvo de acuerdo todo el tiempo, y asomaba de vez en cuando una mirada para espiar los ojos de su acechador dejando en su ventana una migaja de interés que Mauricio recogía hambriento de su sensualidad.
Bajo una farola, la mirada de Andrea cayó rendida ante la insistencia del cortejo. Los amigos de disiparon para dejar a los nuevos amantes alejarse del bullicio y construir un lugar en donde comenzar a escribir su historia.
Una banca a media luz fue la única testigo de los secretos sin romper, de las verdades cercenadas por el temor, y de la realidad de una personalidad esperando celosa en su futuro.
Ella estuvo de acuerdo todo el tiempo, y su instinto perdió la apuesta ante su excitación y la ilusión que le proporcionaba un hombre embriagando su boca con el primer beso impregnado de alcohol en su alieno.
Nada podía fallar. Ante sus ojos, aquel caballero cubriendo sus cicatrices con una bella camisa azul y dejando salir sus frustraciones entre las rendijas de un humor misógino, era perfecto.
Ya casi para amanecer, con mucho esfuerzo, Mauricio sustituyó sus descontrolados movimientos por "caricias" fuertes. Con un brazo apretujaba a su nueva conquista y con la otra abrazaba a su verdadero amor bebiéndosela a tragos.
Ella estuvo de acuerdo todo el tiempo, pero no quiso romper el romanticismo, ni ser descortés con el escenario montado por el alba quien la cegaba para no permitirle ver los focos rojos que se encendían frente a ella.
Andrea estaba enamorada del carisma de Mauricio. Su sonrisa eterna, producto de resignaciones ajenas, su postura bien plantada combinada con su pecho siempre erguido, eran el lugar donde ella pensó estaría segura para siempre. Lo que muy tarde supo, es que, dentro de su alma, Mauricio lloraba desconsolado, había convertido ese porte orgulloso, en un parapeto para protegerse a sí mismo de su pasado.
No había lugar para nadie más, sólo para sus traumas. El niño lastimado, despreciado, y confundido, sólo cogía valor cuando el adulto temeroso lo alimentaba con la presunción de sus encuentros sexuales ocasionales, sus aventuras de borrachera contadas una y otra vez en la parranda en turno, y por supuesto, en la falsa seguridad que le daba la agresividad.
Golpear a un hombre en una pelea para defender su hombría o darle una cachetada a una mujer para hacerla entrar a razón, mal nutria al infante egoísta, le había provocado una obesidad que le tenía la sangre saturada de resentimientos.
Ella estuvo de acuerdo todo el tiempo, y creyó en las voces sin fundamento que le consolaban asegurándole que beber de esa manera era normal, que sólo era un joven divirtiéndose.
También se dejó llevar por los "consejos" de comparsas embriagados, rezando entre el estruendo de la música de algún antro y el llanto mudo de ella, que no hiciera caso de sus gritos amenazantes, que así eran todos los hombres.
La indiferencia incisiva se interpuso entre ella y Mauricio desde aquel día que le vio besándose con su mejor amiga. Hoy, la indiferencia se fue para cederle el lugar al cinismo, dejando a la vista de todos, por lo menos una docena de desconocidas desnudas en la cama de Mauricio.
El perdón de la primera ocasión dio lugar al descaro. La segunda vez, ella reclamó buscando la dignidad que dejó en aquella banca, pero encontró el primer golpe y una amenaza que vio nacer una falsa esperanza de hacerlo cambiar con el amor inmenso que le profesa.
Lo que se sabe hasta ahora, es que la vieron tratando de huir del amor de su vida, corriendo por el puente mientras daba gritos desesperados de auxilio.
Su cuerpo desnudo a la orilla del río cierra su historia de amor.
Mauricio ha quedado absuelto porque el juez aceptó su argumento
-"Estaba borracho y no sabía lo que hacía"-.