
Sobre viajar/estar sola
Hace un año, cenando en la casa chilena del profesor que más quiero, les conté a él y a su esposa que días antes había recorrido el centro de la ciudad después de las once de la noche, al salir de mi salón de té favorito.
Ambos pusieron cara de preocupación pero su esposa me miró fijo y me dijo: "te gusta la aventura, ¿verdad?".
Desde amigas a policías me habían advertido una y otra vez que evitara ciertos lugares, días y horas. Que tomara atajos en el metro y no saliera los viernes por la tarde. Aunque nadie mencionó el centro de Santiago a la medianoche, no puedo asegurar que en efecto lo hubiera evitado porque sí, me gusta la aventura, aunque a menudo siento que la atraigo más de lo que la persigo.
"Para una mujer hispanoamericana que viaja y escribe, ambas actividades están asociadas a procesos de subjetividad femeninos y feministas", escribe Liliana Chávez Díaz. "En contextos conservadores y misóginos donde la movilidad femenina sigue asociada al riesgo y la trasgresión, tanto viajar como escribir, y hasta archivar, se convierten en actos contraculturales conscientes y liberadores".
A Liliana la conocí en Halifax mientras ambas viajábamos solas, y la conocí aún más cuando dos años después nos hospedamos en una casa embrujada en Stony Brook. En su libro Viajar sola. Identidad y experiencia de viaje en autoras hispanoamericanas, también recoge esta cita: "«Viajar es una forma de mirarse, no al espejo, sino en el charco», dice Cynthia Rimsky cuando, perdida en un pueblo ucraniano, se refugia de la lluvia en el portal de una tienda. Desde su posición marginal, extranjera y parcialmente a la intemperie, la escritora, sin embargo, no deja de observarse y observar a los otros, aunque solo sea a través del reflejo turbio del agua que cae a sus pies. En lugar de seguir catalogando este tipo de narrativas del yo como literatura narcisista u objetivizante en un sentido negativo, propongo simplemente dejar de catalogarlas".
Una tarde en Santiago, en ese salón de té que amaba, de pronto sentí que el peso de hacerlo todo sola me cayó encima. Aquel día recordé que mis tías suelen contar que cuando era niña a menudo les decía 'yo lola' para todo: yo sola, siempre. Recordé también que viajar sola es una herencia de familia, me dejé ir en el acento chileno y en un libro que le robé temporalmente a un amigo colombiano, me sacudí el sentimiento y salí a recorrer Santiago, de noche, contra todas las advertencias.
Aquel día pensé también en este fragmento del libro de Liliana:
"En 1920, por ejemplo, la escritora venezolana Teresa de la Parra publicó en su ficcional Diario de una caraqueña por el lejano oriente una crónica sobre Tokio en que la narradora entabla amistad con una muchacha rusa que «es tan interesante especie que no puedo dejarla pasar en silencio sin hacer mención de ella: pertenece a la juventud feminista de Rusia. Viaja sola»".
Una noche recibo una llamada de una de mis mejores amigas, Bicky. Está en Tijuana terminando su tesis doctoral y el viaje y la estancia en solitario han empezado a calarle. Le digo lo que yo me repetí una y otra vez en ese viaje a Santiago y en otros viajes y aeropuertos solitarios, lo que es más fácil comprender cuando has atravesado la crisis: los viajes se romantizan mucho pero cuando viajas sola, realmente sola, tienes que enfrentarte a todo lo que llevas dentro, tienes que mirarte en ese charco del que hablaba Cynthia Rimsky y no apartar los ojos hasta transfigurarlo en la maravilla del espejo.
Un día antes de que aparecieran en mis recuerdos de Facebook las fotografías de aquella tarde en Santiago, un día en que estar sola había sido -de nuevo- particularmente complicado, leí una columna de Leila Guerriero que decía: "Pero a veces necesito una voz humana que me recuerde qué soy, de qué estoy hecha, para qué valía la pena irse tan lejos, estar tan sola, ser siempre la que se va".
Resulta que esa voz humana siempre ha sido la mía.