
José Vasconcelos, las lecciones del maestro
Días atrás se cumplió un aniversario más (27 de febrero de 1882) del natalicio del "Maestro de América", como lo llamó su amiga, la escritora chilena Gabriela Mistral. Buena oportunidad, entonces, para recordar a uno de los más notables constructores del México del siglo XX, y aún del que vivimos.
Cuando se repasa la biografía de José Vasconcelos no deja de asombrarnos que hayan existido personajes así, que abarque tanto una vida. Fue la representación, como se ha enfatizado, de diversas y pronunciadas pasiones: el impulso al nacionalismo, la educación de gran horizonte, la difusión cultural como no se había visto nunca en nuestro país, la política con sus vértigos, cumbres y caídas. El yo es plural, sentenciaba Octavio Paz. Nunca mejor dicho. Los setenta y siete años, en cuya plenitud confluyó la reflexión provechosa (Plotino en buena medida) y la práctica edificante. Si atendemos su programa educativo, desde la rectoría de la Universidad Nacional y la Secretaría de Educación Pública, los libros que escribió y el legado de un filósofo de prosa luminosa, podemos estar muy cerca de un retrato personal de excepción. Mucho se puede invocar al hablar de Vasconcelos. Subrayo algunas de sus aristas en nuestra memoria colectiva.
Por él se multiplicaron los maestros mexicanos; los libros -en una imagen de verdad conmovedora- llegaron a los rincones más alejados de la patria. Con el influjo de Martí y de Sarmiento, hizo profesión de fe en la educación como acicate del verdadero desarrollo integral de una comunidad. De menos de cien bibliotecas públicas que recibió, nuestro escritor entregó luego casi dos mil. El muralismo, considerado por Damián Bayón la aportación más importante de Latinoamérica al arte universal, fue la representación de la raíz y el destino del continente ilustrado. Así, el pueblo podía verse en ese espejo de la épica futura, apenas unos pocos años después de la destrucción que dejó la guerra civil, detonante ahora de la reconstrucción creativa. El espacio sería ocupado, pues, por un soñador. Por el hombre-libro.
"Sufragio efectivo, no reelección" y "Por mi raza hablará el espíritu", son dos emblemas que dajaron huella institucional, voluntad de gobierno con rumbo. Resumen una primera etapa, democrática y magisterial. Del caudillo cultural dueño de sí mismo, para definirlo con las palabras del historiador Enrique Krauze, uno de sus biógrafos más notables, junto a Javier Garciadiego, en los días que corren.
Como se sabe, un segundo Vasconcelos surgirá después de su derrota en la contienda presidencial de 1929. Era la sombra de lo que había sido, desde la que nos entregó, lúcido contraste de la frustración y la decepción, un buen número de obras llenas de claridades. Resume espléndidamente Krauze: "Su tono ya no sólo recuerda a los profetas hebreos, sino que perfila a uno en particular, el más sombrío: Amós. No es el hombre de 1925, como Isaías, meditativo y visionario; ni el grave y doliente, como Jeremías, en su campaña de 1929. Ahora es un pesimista inmisericorde." Decaído, condescendió -para desconcierto de quienes lo habían seguido en sus entusiasmos culturales, educativos y políticos, con no pocos dictadores. Seguramente su antiyanquismo lo llevó a elogiar a Hitler. No obstante, la nación no dejó de reconocer la altura de su proyecto anterior. Se le nombró después director de la Biblioteca Nacional de México. Gradualmente asumió su lugar en el pedestal que merecía. Es el Vasconcelos que queda.
Para los durangueños, el escritor resultó proverbial. Nos legó páginas entrañables, sobre todo las del capítulo "Camino de Durango" en el "Ulises criollo", primer volumen de sus Memorias. Ahí recupera la estampa cotidiana de una ciudad colonial que derrama cierto romanticismo; es el reflejo del tiempo que quiere preservar en su ser, diría Spinoza. Las campanadas de Catedral ("Semicerrados aún los párpados, la imaginación adivinaba en la altura, claros por donde bajan los querubines, y en el ambiente trinos de pájaros, y risas de juventud. Almas desnudas en el baño de la Aurora"); los sabores de las nieves -de durazno, chabacano, limón y naranja-; la pintura móvil del tranvía, el azul alto y profundo del cielo. Un lugar casi de ensueño, contemplado por los ojos de un niño. La familia Vasconcelos aquí se detuvo, en su viaje de Piedras Negras, Coahuila, a la capital de la república. La población norteña del fin de siglo porfirista, en la que las mujeres pasaban "como divinidades metidas en sus carrozas tiradas por caballos de lujo". Cómo agradecer tanto. Otro viva para el coloso José Vasconcelos.