
A favor del baño
¿Qué habrá en el ambiente nacional que mi memoria es invadida por olores fétidos y me muestra chapoteando en aguas negras?
¿Acaso es mi conciencia la que se manifiesta o el castigo por leer tanta prensa neoliberal?
Pero mientras me cuestiono, mis recuerdos forman un enorme remolino que atrapa y suelta cuando arribo a mi pubertad temprana, etapa en la que exploraba sin miedo ni permiso los despoblados alrededores de la casa de mi abuela materna, incursiones que un día me enseñaron que hasta quienes quieren mucho a los demás les ponen límites.
Inmerso en mi adolescencia me veo cuando regresaba de una jornada de exploración y topé con la disyuntiva de hacer un largo rodeo o aceptar la invitación de una soga, que sujeta a la rama de un árbol se presentaba como la forma más rápida para cruzar el arroyo de fétido aroma que interrumpía el paso.
Lo que en ese entonces fue un hecho aislado -expresión de uso frecuente en las entidades federativas que les gusta patear el bote en lugar de admitir los problemas-, más adelante se convirtió en uno frecuente en mi vida: tomé la decisión errada.
Veloz y mal, calculé la distancia que había de orilla a orilla, la longitud y resistencia de la cuerda y el impulso necesario para salvar el obstáculo hídrico. Claro, sucedió lo que usted está pensando.
Pero lo grave no fue tanto hundirme hasta las rodillas en aguas nada potables, sino intentar rescatarme. Cuando con tranquilidad apoyé mis brazos en la muy cercana orilla para impulsarme con todas mis fuerzas hacia arriba, el repulsivo cieno tragó casi la mitad de mi humanidad, sumiéndome todo en el terror.
Mi incipiente costumbre de vivir hizo posible que saliera del arroyo y enfilara de nuevo hacia la casa de mi abuela, ahora cubierto de un lodo rico en componentes orgánicos que, por lo pronto, ahuyentarían a cualquier zorrillo que osara aparecer en mi camino.
Con la inocencia que mi pubertad se negaba a perder, llegué a la sede familiar y traté de entrar, pero casi de inmediato la dulce voz de mi abuela se transformó en la de un militar de alto rango, para ordenarme que fuera directo al patio trasero y quitara la ropa.
Unos cuantos minutos después recibí un primer baño con la manguera del jardín, cual cabeza de ganado mayor estabulado. En esos momentos comprendí que hasta el cariño de una abuela está en ocasiones acotado por el deseo de preservar el bienestar propio.
Hoy, casi 60 años después, pregunto por qué regla tan elemental y humana no la acata el nuevo partido hegemónico, que por su legítimo y propio interés podría pedir a algunas personas que antes de afiliarse dejaran afuera olores y desechos nauseabundos, que ni con el aromatizante de las siglas desaparecen.
Postdata: respeto y quiero a los zorrillos, sentimiento contrario al que me inspiran los seres humanos acomodaticios.