
Carta a un buen hombre
Después de la sensible ceremonia en que se le recordó, aquel jueves en el Palacio de Zambrano, seguí conversando con usted, inolvidable don Jesús. Seguí, digo, porque durante mi intervención quise continuar la plática como siempre. Es verdad que hay gente que no muere nunca. La vida no los deja de su mano. Es el afortunado caso del Lic. Mena Saucedo: su música, sus letras, su labor como funcionario público, y -sobre todo- su ejemplo de hombre bueno y amable -digno del amor de los demás, especialmente de su familia y amigos- su entrega generosa, asimismo, a su comunidad durangueña...le otorga una permanencia esencial.
La memoria de este amigo suyo, permítame inmerecidamente llamarme de ese modo por el poco trato que mantuve con su persona, mucho menos de lo que yo hubiera deseado, me trae la imagen de un señor de andar joven en los pasillos del Congreso del Estado, invenciblemente de buen semblante, como habitado por una luz especial: la que ilumina a los que tienen el don de saber recibir los frutos de cada día, para luego ir repartiéndolos por donde los lleva el camino. Y todavía con mayor nitidez veo a un pianista de academia, animado, acompañando la declamación de la entrañable Elia María Morelos. Convocados por el entusiasmo cultural de Petronilo Amaya, estábamos con doña Olga Arias, en su casa de puertas abiertas y a unos pasos de las macetas de su patio, entre los versos y las notas, ahora conjugadas con maestría, del poema, "Ciudad paloma" ¿o era uno de los "Cuatro preludios para una ciudad"? De aquello ya pasaron tres décadas. Y la memoria de la reunión, auténtica estética de la convivencia humana y sus regalos, continúa presente a través de la nostalgia.
Quisiera también decirle que, en otras fechas del pasado, sus visitas a la biblioteca del cerro del Calvario, me daba la oportunidad de saludar a un fiel enamorado de su tierra y sus herencias más valiosas. Me entregaba usted, licenciado Mena, sus obras publicadas, como si le entregara al porvenir la mejor manzana de su huerta. Y por mi parte, mientras el diálogo crecía como la rama del mismo árbol, sentía que hablaba con una especie de sacerdote laico: tonos mesurados, apacible hasta modular las anécdotas, y la infaltable cortesía de un río de aguas limpias y tranquilas (¡hasta le llegué a contar que años atrás me gustaba asomarme -en cada oportunidad que tenía- por la ventana de su despacho, por la calle Independencia, nada más para observar embelesado su enorme librero, de pared a pared, cargado de tesoros!). Y se alegraba usted de saberlo. Le confieso, don Jesús, que yo llegaba a pensar en aquellas visitas a la Torre del Libro Antiguo que me encontraba yo dentro de una iglesia...del que salía con el alma aliviada de los problemas del trabajo, las llamadas telefónicas y los proyectos burocráticos. Se desplegaba entonces un clima de reconciliación con el mundo.
Cuando leí "Los adioses de mis musas", le comento enseguida, el libro que nos convocó esa tarde-noche me sorprendió sobremanera, y mire que ya tengo algunas experiencias parecidas. De pronto, cuando no lo esperamos, el artista nos saca la más asombrosa baraja de su corazón. Sus poemas describen la soledad, la quimera y el ensueño sin destino. Y su espejo inverso: la esperanza y la plenitud del instante infinito, y bellamente recóndito. Gracias, don Jesús, por invitarnos a lo más profundo de su ser.
Me cuentan sus hijos que se fue usted sin sufrimiento...y hasta feliz. No lo dudo: una persona de su extraordinaria calidad no se puede marchar de otra manera, porque cerraron bien sus cuentas con la fortuna de la existencia. Nos conmovió su señora esposa, doña Beatriz, al decirnos que después de su partida el dolor compartido se siente menos. Fueron las palabras más bonitas de aquella noche, porque guardan una gran verdad. Por todo lo dicho no me despido de usted, estimado Lic. Jesús Mena Saucedo. Reciba, por lo pronto, un abrazo lleno de cordialidad del más humilde de sus amigos. Ya le seguiré contando.