
De amores literarios
Una pareja de enamorados habla mejor del amor que todos los teóricos del mundo juntos. Más que reflexión, tal sentimiento -recreado por el arte a través de los siglos- es acto presente, práctica renovándose a diario. Es la mayor invención del hombre y la mujer, seguramente. En el campo literario, casi no hay autor que no se haya ocupado de la sensibilidad amorosa, a veces como celebración y otras tantas como reflejo de batallas intensas. Historias noveladas, delirios poéticos, personajes animados o flagelados sin remedio por la pasión han encontrado en la página escrita su lugar estético. Los clásicos lo cantaron, los místicos lo escondieron, los románticos lo exaltaron: todos lo vivieron.
Una trayectoria universal del amor detendrá su camino en una serie de estaciones para mirarse como representación o pensamiento. Platón -en su diálogo "Fedro"-, León Hebreo y Stendhal creyeron apresarlo en algunas ideas. Los siguió Denis de Rougemont con un libro imprescindible acerca del tema: "Amor y occidente". Ya en el siglo XX, el filósofo español José Ortega y Gasset y el poeta mexicano Octavio Paz nos entregaron sendas obras, de prosa magnífica y profundidad intelectual: "Estudios sobre el amor" y "La llama doble", respectivamente. ¿Y Ovidio, Erich Fromm y Eugenio Trías? Imposible agotar siquiera una lista preliminar. Hasta el matemático Descartes pergeñó un interesante y poco citado "Tratado de las pasiones". En muchos sentidos, es el cuento de nunca acabar.
Y porque están más cerca de nuestras propias experiencias, recordamos preferentemente, junto a títulos y autores, a quienes encarnan el amor en testimonios literarios. Comencemos, en esta invocación a bote pronto, por el célebre poema de Quevedo, conmemorando al menos una de sus estrofas: "El amor/ es yelo abrasador, es fuego helado,/ es herida que duele y no se siente,/ es un soñado bien, un mal presente,/ es un breve descanso muy cansado".
En los versos del peninsular se advierte la naturaleza compleja, contradictoria de la pasión amorosa. Don Quijote, por su parte, hizo de la devoción del amor la quimera que sostuvo su existencia. Nadie ve jamás a Dulcinea del Toboso, solamente el hidalgo manchego en sus aventuras caballerescas. Eso basta y sobra. Cervantes nos enseña que el amor es una conjunción de sujeto y objeto. Aldonza Lorenzo es la más hermosa de las mujeres porque hay un hombre con la capacidad de transfigurarla en una imagen de adoración. Sus lecturas medievales y renacentistas lo llevaron a crear una verdadera princesa de ensoñación.
Muchos años atrás, había edificado otro prodigioso altar -"La Divina Comedia", por supuesto- para venerar también a Beatriz Portinari, la muchacha que siempre quiso y que nunca fue ser suya. El florentino es el mejor ejemplo del amor eterno. Una vez atravesados el Infierno y el Purgatorio de su poema arquitectónico, Dante se encuentra finalmente con Beatriz en el Paraíso (Borges ha ensayado una original interpretación del acercamiento de la pareja). El momento es por demás elocuente: "Fija la vista en la alta esfera eterna/ tenía Beatriz, mientras la mía,/ por verla, se apartó de la lucerna (...) Si yo por mí era sólo el que creaste/ nuevo, amor que los cielos organizas,/ tú lo sabrás que con tu luz me alzaste.".
El siglo XIX conoció, entre muchos personajes memorables, a una mujer que pasará generación tras generación en la perduración de los mayores libros. Se trata de Emma Bovary, la protagonista de la novela de Gustave Flaubert. Como el caballero andante que la precedió en castellano, Emma asume el amor por medio de la ficción literaria. Su temperamento religioso (el crítico francés Michel Tournier la llama "una mística asfixiada") la lleva por un cosmos esencialmente poético, lo que le permite adentrase en una vida de verdad, consolándose así de la pobreza espiritual de su alrededor. Para ella, la pasión amorosa debe ser plena, con los riesgos que trae la entrega total. Por eso, Emma es -ante todo- una heroína trágica del amor. Un sueño que al final no llega a completarse, pero que se potencia artísticamente en el intento. Son las alas que se queman en la luz, antes de su regreso a la obscura fuente original: el mundo de la inmensa mayoría de las personas. Es viable entonces ver a Madame Bovary como un faetón sentimental, cuyo fracaso es tan grande como tan grande es su mismo anhelo. Son "mujeres que besan y tiemblan", para usar otro título de una antología más reciente.