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LETRAS DURANGUEÑAS

El camino del tiempo

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CONCEPCIÓN GUTIÉRREZ CASTRELLÓN

Corre el año 2020, a finales de julio. Año que pasará a la historia de la humanidad. Reflexiono sobre el impulso y necesidad de salir de casa. Sería un desahogo para el espíritu, me dije. Después de permanecer en casa más de ciento veinte días para protegernos de los riesgos de contagio del Covid 19, el virus mortal que desafortunadamente ha dejado miles de fallecidos a nivel mundial y que dio origen a un aislamiento de familiares y amigos sin precedentes, dejándonos sin relaciones afectuosas, sin abrazos, sin reunirnos, sin nuestro Taller de lectura ni el de Narrativa. Esto cada vez se torna más difícil. Decidí salir sin rumbo fijo a cambiar de aires.

A la hora que el día despliega su luz, cuando el sol parece dar pasos, y con una fuerza interior inexplicable de momento, me senté en una banca de Las Alamedas, sola. Justo frente al monumento de Benito Juárez, contra esquina de la que fuera la casa de Abundio Castrellón Montelongo, mi abuelito Materno, a quien tantas tardes visité. Ahora esta convertida en un OXXO más en el Centro Histórico de la ciudad, en el número 511, donde termina Constitución.

Los álamos están en su época de esplendor, prodigando una fresca sombra. A esta hora del día se puede escuchar el zumbido de las abejas, en busca de polen de flor en flor. A lo lejos se escucha el repiqueteo de las campanas de Catedral, ubicada a tres cuadras de aquí. Recién abrieron los templos, claro que con muchas medidas de sanidad, para seguir cuidándonos de la terrible pandemia que nos aqueja.

Han pasado tantos años en que yo transitaba por aquí; lo hacía fácilmente como cuatro veces al día para ir al colegio en primaria y secundaria, y también cuando niña del brazo o de la mano de mi madre. La Acequia Grande, ahora entubada, en ese entonces -cuando se desbordaba- era fiesta para los niños del barrio, quienes salíamos a mojarnos y jugar con barquitos de papel... en ella han sido sepultados infinidad de recuerdos, pensamientos y anhelos de la infancia y juventud. Me pregunto en qué espejo me perdí, en que ríos navegué. Derrumbaron también los puentes de cantera; Don Tomás, el vendedor de tunas ya no viene más. Me quede sumida en mi propio silencio. Mi madre hace 36 años partió de cara a la tarde, un día ultimo de marzo, siguiendo su camino hacia la eternidad. Mi padre, tristememente siguió sus huellas al año siguiente. Esta época fue muy dolorosa. Hoy sus muchos y buenos recuerdos me llenan el alma de cariño.

Con mi madre venía a casa de mi abuelito Abundio. Era una casa muy acogedora, abierta y llena por el cariño de él y de todos los tíos y primos. Su puerta sostenía una manita de hierro forjado en sustitución del timbre. El zaguán lleno de macetas con helechos flanqueados por una reja muy bonita, forjada también en hierro. A la izquierda la recámara de mi abuelito siempre amable y sonriente ante un majestuoso escritorio de cortina en madera de nogal. El interés de todos los nietos por saludarlo era grande, ahí guardaba los dulces que nos compartía. Vendía la levadura fresca Leviatán, teniendo como principales clientes a los panaderos de la ciudad, entre ellos la panadería El Papantón, ubicada en calle Pasteur. El primer patio con una gran planta de hule que alcanzaba a cubrir toda el área. Al fondo de la casa su segundo patio con una pequeña cocina con estufa de leña. Una escalera muy alta de cemento, sin pasamanos que conducía a un tapanco lleno de tiliches y muebles antiguos en desuso, como sillas de bejuco y algunas otras cosas, que de niños nos parecían fantásticas, llenas de magia; teníamos prohibido por los tíos subirnos y jugar ahí. Y claro que lo hice en varias ocasiones acompañada de los primos. Las visitas que hacía a su casa siempre me dejaron una sensación de bienestar. ¡Ay!..... ¿Dónde quedaron todas esas fantasías y experiencias de juventud?

En eso estaba, evocando mi pasado, intentaba desenmarañar mis pensamientos. Cuando el aroma de un perfume que usaba hace más de cincuenta años, me sacó de mi ensimismamiento. Levanté la vista para ver quien despedía ese olor que me recordó tanto aquella época de mi vida. De pronto una joven llena de lozanía, muy segura de sí misma, se sentó a mi lado. Acompañadas del ruido y pasos en la cantera de los transeúntes a esa hora, parecíamos muy sorprendidas las dos.

Mirándola fijamente a los ojos, y un poco incomoda, le dije: me llama la atención que no traes cubrebocas, no ves que es obligatorio su uso para protección propia y de los demás, así evitaremos contagiarnos unos a otros. Mira yo después de más de cuatro meses cuidándome en casa y aislada de familiares y amigos, me animé a salir por primera vez a despejarme y tratar de leer un poco esta novela interesante y significativa para mí, "La casa de la Monja", escrita el siglo pasado sobre Durango y su gente de aquella época. Es del Lic. José Ignacio Gallegos Caballero, quien fue cronista de la ciudad por muchos años. Seguro piensas que por ser joven no corres riesgo de contagio del Covid 19, pero a la fecha ha habido muchos jóvenes y niños enfermos. Es una lástima que no todos comprendan la magnitud de esta enfermedad.

Conforme iba relatando y describiendo el lugar y la fecha en que decía se encontraba, reconocí su voz, reconocí sus ojos, su pulsera igualita a la que mis papás me regalaron el día que cumplí quince años. Y además en su regazo traía un Anuario de secundaria del colegio donde yo había estudiado. Me pareció familiar. Luego además de estas coincidencias el uniforme y su arreglo, su pelo...toda ella se parecía...bueno, más que eso, como si me estuviera viendo en el claro espejo de mi juventud.

No sé si como efecto del aislamiento de tanto tiempo, o si al estar sentada en este lugar y recobrar tan vívidamente mis recuerdos, o la lectura del libro, una parte o todo me está afectando, estoy desatinando. No es real todo esto que percibo y siento.

Mi mente empezó a dar giros como en un torbellino, las remembranzas de mi vida fueron desfilando una a una y las podía ver a la vez todas, así como en el cuento El Aleph de Borges, donde en una esfera caben todos los bosque y mares del orbe, ríos y continentes..... Y muchas cosas más. No aguante más y le dije:

Tú te llamas Concepción Gutiérrez Castrellón, y desde muy niña por cariño te empezaron a decir Chata, y al entrar a la escuela se quedo el sobrenombre para siempre.

¿Y usted, señora, de donde me conoce, como sabe mi nombre y mi apodo?

Porque tú y yo somos la misma persona.

Mientras tanto, los viejos álamos fueron testigos de nuestra conversación, riendo y cuchicheando entre sí, sosteniendo entre sus ramas alguna que otra telaraña. Un grupo de palomas revoloteaban sobre nuestras cabezas.

Después, luego de un buen rato terminaba un día verdaderamente extraordinario. Desde ese día ya no he vuelto a ser la misma. (Versión sintetizada del relato del mismo nombre, escrito como homenaje al cuento "El otro", de Jorge Luis Borges).

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