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LETRAS DURANGUEÑAS

El Multifamiliar

JUAN EMIGDIO PÉREZ

Soy el Multifamiliar Francisco Zarco y confieso que fui sentenciado a muerte. A la demolición total. Así apareció la noticia en los periódicos y lo comentan preocupadas las familias que ocupan mis espacios. Por causa de esa incertidumbre me han abandonado. Les falta mantenimiento a las instalaciones interiores, también a las fachadas que miran al patio de servicio donde juegan los niños. Allí se reúnen a chismorrear las vecinas, mientras los ventanales exteriores se distraen mirando pasear a las gentes en las calles que me circundan.

Que me iban a derrumbar se difundió en el 2015, pero aún sigo vivo. Me construyeron sobre la tumba de mi abuelo el templo de San Francisco, destruido en 1917, porque ya su abolengo colonial solo eran unas ruinas y nido de malvivientes. Había que darle utilidad pública a ese espacio religioso. Al respecto me permito tomar de la página 14 del primer libro de Cartones Durangueños conocido como Bojedades, obra de Xavier Gómez, la siguiente crónica que él escribió sobre este acontecimiento: Cuando el General Gavira, tuvo la idea de "alinear" la ciudad de Durango, le tocó en suerte al antiguo Templo de San Francisco pasar a formar y una buena mañana, más de cien hombres y con miles de barrenos de dinamita, se aprestaron a demoler el Templo y convento, juntamente con las juinas de Tercer Orden. La tarea parecía fácil pero resultó muy difícil. Paredes de piedra de más de dos metros de ancho, ofrecieron gran resistencia y fue preciso tirarlas con dinamita. Cada dos o tres horas, se prendían los petardos con grave peligro para los habitantes y comercios circunvecinos y venían a tierra trozos de más de 5 metros cúbicos. Vino después la dificultad para sacar esos trozos, que fue necesario romperles en pedazos manuales y sacarlos en góndolas de ferrocarril. Para ello se tiró una vía por toda la calle del Mercado, -ahora Francisco I. Madero- y un tren de carga sacaba a diario aquellos escombros. Aparte de las mil molestias que sufrieron los habitantes, muy especialmente los que vivían en esa calle, fue de lamentarse la rotura del drenaje, pues con el peso del tren se rompió la tubería. Pero Durango quedó alineado... dígalo si no la famosa calle que el vulgo bautizó con la calle del Biombo, en la prolongación de la calle de Negrete.

En mi origen, fui una obra novedosa, la más importante de la mitad del siglo XX que se realizó en el centro histórico. Soy la obra simbólica del Centenario de la Constitución de 1857. Los durangueños me aplaudieron al ser terminado. El 1 de febrero de 1957 fui entregado a la sociedad con bombo y platillo en acto especial. Representaba la modernidad arquitectónica. Representaba el nuevo estilo de vivir en forma vertical. A vivir las familias empaquetadas en pequeños departamentos. Acostumbrarse a escuchar las risas de felicidad acompañadas con guitarras, canciones y poemas. A compartir los lamentos y llantos de tristeza de las habitaciones contiguas. A vivir sin zaguanes ni macetas, acaso contentarse tener en un frasco con agua una flor que mira desde las alturas de una ventana el tranquilo caminar de las gentes. A escuchar el molesto y continuo taconear en las escaleras. Aquí todo se oye, hasta el fatigado roncar de los sueños.

Fui la nueva forma de vivir para los que se atrevieron a desafiar la estrechés de espacio y sentirse en las alturas. A pesar de todo, conmigo siguen habitando las familias de generación tras generación. Los niños crecen, estudian o trabajan y se casan y siguen viviendo en el mismo lugar. Dicen, que porque aquí hay más seguridad que en los fraccionamientos. Mi cuerpo es de cinco pisos con azotea colectiva para asolear la ropa. Por lo fácil y seguro, mis ocupantes prefieren usar tendederos en el interior los cuartos. Estas incomodidades se compensan por lo céntrico donde estoy. Vivir en mi espacio significa ahorro de transporte y de tiempo. El mercado queda a pocos metros. La plaza de Armas, catedral y el corredor Constitución están a tres cuadras. Además, en la planta baja tengo un pequeño centro comercial con relojerías, bolsas de plástico, estéticas, celulares y piñatas. Con gusto recuerdo a los más antiguos comerciantes que llegaron, entre ellos: Jesús Rivera Mijares con venta de hierbas medicinales; Juan Antonio Irangaray, joyero, y el puesto de barbacoa El Güero, de Pedro Aldana Valenzuela, que inunda de aromas y sabores, calles, comercios, escaleras y dormitorios. Bueno, hasta fui protagonista, y no nada más decoración, eso digo yo, de la película «Suave Patria», con reconocidos actores de relevancia nacional.

Aquí sigo haciendo felices a las familias que están muy asustadas por el violento y feroz gasolinazo, que obligó al aumento en precios de alimentos y transporte. No sé por cuánto tiempo más seguiré en servicio. Fui sentenciado a muerte en 2014 y aún sigo viviendo. Pero no faltará un nuevo visionario urbano que quiera acabar con mi existencia. Ya me pusieron precio, pero no hay dinero. Que no soy una edificación colonial, dicen por ahí, pero sí soy un edificio histórico con historia, y tengo derecho a seguir de pie. Formo parte del centro histórico. Ojalá no se cumpla mi sentencia de morir. A de salir caro pagar a los propietarios, así como demoler y retirar tanto escombro.

Hoy se han reunido en mi patio interior un grupo de artistas, de la plástica, el teatro y escritores junto con algunas personas de las que aún me habitan, para celebrar mis sesenta años de vida y casi darme la despedida. Se los agradezco por tomarme en cuenta. Si le dieran una remozadita a mi fachada verían que aún conservo buena apariencia, pero en fin. Ayer fui la modernidad. Ahora dicen, soy la fealdad que contrasta con el rostro colonial y restaurado de la ciudad. ¡Cómo sea, a'i la llevo! ¿Oh, no?

Escrito en: Letras durangueñas vivir, calle, familias, Francisco

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