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LETRAS DURANGUEÑAS

La patria que no fue

La patria que no fue

La patria que no fue

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

En memoria del escritor Mario Vargas Llosa (1936-2025)

Flor de María le tomó varias fotografías a la estatua. Por fortuna la figura en bronce se ubica a la vista de todos, en uno de los lugares más agradables de la ciudad, frente a la entrada del parque Guadiana, cuya puerta está custodiada por los dos leones metálicos renovados en años recientes, bajo el bello arco arquitectónico por donde se traslucen todos los verdes de aquella zona de recreación. Luego de revisar las imágenes regresó con alguna prisa a su escuela, apenas a un par de cuadras de allí.

Ya por la tarde, antes de reunirse con Charly, su novio, para ayudar en los trabajos del lavado de la tortillería, como toda la semana, "bajaría" las fotos en la computadora, integrándolas a la carpeta correspondiente. Podía sentirse bien. Desde que decidió el tema guardaba en el archivo electrónico ?entre varios PDF con textos que le serían útiles? media docena de sitios emblemáticos que llevaban el nombre de Francisco Zarco Mateos, el ilustre periodista mexicano: el estadio de fútbol, el multifamiliar del centro histórico, la calle siempre llena de tráfico, la preparatoria...sin olvidar por supuesto la vista panorámica que había conseguido por internet de la colonia donde ella vivía desde que nació. Morena clara, no era lo que se diría una muchacha bonita. De haberle tocado otra época, no hubiera sido de las primeras que sacaran a bailar en las fiestas, pero tampoco se quedaría sentada. Lo bueno es que las cosas cambiaron mucho. Ya no se daba tanto en la urbe aquella humillante selección natural. En los antros, Darwin ya no las traía todas consigo. Desde hacía décadas su familia se había asentado en una de las comunidades populares más grandes de la capital, a lo largo del noreste, y que recorría un número muy importante de calles que luego quedarían cercadas por la Central camionera, los enormes supermercados, los negocios de llantas y los restaurantes de mariscos. Sus abuelos eran del poblado de San Juan de Guadalupe, uno de los municipios más alejados de los centros de desarrollo, siempre afectado por las sequías. Allá vendieron no pocas hectáreas de temporal; acá compraron un solar de cuatrocientos metros cuadrados. Construyeron su casa y echaron a andar el plan que soñaron en sus penurias: instalaron una modesta panadería con la vieja receta del pan ranchero.

Flor de María era hija única de otra hija única. Su madre, que no había tenido suerte con los hombres, no había salido nunca de la casa familiar. Se encargaba de las labores rudas de la pequeña empresa ?más ahora con los achaques cada vez más visibles de su padre? y aunque amable en el pequeño comercio le habían quedado en la cara las marcas de la frustración y la amargura. «No te vayas a echar a perder con una chiquilla, como yo», le decía de vez en vez a su hija, sobre todo luego de verla convertida en una muchacha. En cambio, para Flor de María el mejor de los ejemplos era su abuelo. Trabajador, cumplido con sus compromisos y buen vecino, aunque muy renegado. Se levantaba a las cuatro de la mañana a prender la lumbre ?cuando todavía horneaban en cocedor de ladrillo, cal y cemento, antes de comprar el quemador de gas? y amasaba la harina en compañía de su hija. Más tarde se incorporaba la abuela para darle el visto bueno a las conchas, los marranitos y los polvorones. La nieta no conocía lo que era un beso en la casa, pero no dudaba del amor que se tenían sus abuelos. Él siempre estaba pendiente de ella. Le llevaba la silla, le recordaba las medicinas, le untaba la pomada de las rodillas. Y sobre todo no había fruta de la que no le compartiera: con la cuchara le daba en la boca rebanaditas de melón, manzana o durazno. Tampoco a la nieta no le faltaba lo básico, los útiles escolares, sus uniformes y las innumerables cuotas latosas. Y no necesitaba preguntarle a su abuelo si la quería -siempre le dijo «Papá»-, porque a diario, al llegar de la escuela, se lo confirmaba la fachada blanca del negocio con las letras azules que a ella le parecían un poema: «Panadería Flor de María».

En la muchacha se veían realizados todos los sueños del abuelo. Pronto egresaría de la Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de Durango. Si no había sido una alumna de diez, tampoco había dado problemas con retrasos y reprobación de materias. Cumplía cabalmente con todas sus tareas (le gustaba especialmente lo que tuviera que ver con la historia de México y las ciencias sociales). Y desde hacía varios meses ?el evento cultural había ocurrido en febrero?se le había metido en la cabeza una todavía mayor: estudiar a fondo la vida de Francisco Zarco. ¿Cuál era realmente el valor de su legado? ¿Cómo se veía desde el siglo XXI? Aunque también cabe decir que por años no le llamó la atención. Ni el nombre de su colonia ni que la estatua que la veía subir a los camiones amarillos pasadas las dos de la tarde fuera dedicada al mismo personaje. Su pasatiempo actual era pasear las primeras horas de la noche en la motocicleta con Charly. Llegar a más tardar a las nueve, o con permiso si era después.

Sin embargo el próximo cierre de la carrera le trajo otras responsabilidades. Y suponía que la investigación sobre Zarco le convenía para uno de esos últimos compromisos. Pero nunca imaginó que su interés fuera a crecer tanto. Mientras a sus compañeras les había impresionado sobre todo lo del cadáver insepulto de Francisco Zarco ?y el embalsamado con sus brillantes ojos de vidrio por varios meses hasta su final entierro, con todos los honores de la patria y más de mil personas en la despedida, como se trató en la conferencia organizada para los grupos del último semestre de la licenciatura?, aquel mediodía fuertemente movido por los vientos del invierno que no acaba de irse, a Flor de María se le habían quedado grabadas algunas palabras clave: Constitución, liberalismo, república, democracia, términos que anotó en su libreta después de que se enfatizó en la charla que Francisco Zarco había compartido siempre los ideales del presidente Benito Juárez. En esos momentos se acordó de su abuelo, que en las mejores ocasiones contaba con un orgullo que le venía de más de un siglo y medio dignificando generaciones, que el 15 de septiembre de 1846 su bisabuelo o tatarabuelo, un músico de nombre Atilano Huerta, había conocido personalmente al Benemérito de la patria, y que le había tocado el violín en aquella fiesta del Grito de la Independencia en la población de Pedriceña, Cuencamé, Durango. Al que no le creía del todo les daba una prueba para él irrefutable, que luego ya no daba lugar a ninguna duda en los oyentes : «Y dicen que aquel día cayó en jueves».

Junto con la anécdota de su querido abuelo, y llevada por la misma emoción de aquel tesoro familiar, se conmovió todavía más ?como si hubiera sido iluminada por un relámpago de sentimientos y pensamientos? con la cita del historiador Enrique Krauze que les leyó el ponente: «La obra de Zarco es el testimonio del México que pudimos haber sido, el proyecto que abandonamos hace más de un siglo y que ahora, cuando más lejos está de nuestro horizonte, representa casi nuestra única posibilidad de reconstrucción nacional». (Primera parte de este relato, que en fecha próxima se publicará en su versión completa).

Escrito en: letras durangueñas DURANGO escritos Zarco, siempre, Francisco, María

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