¡Gracias, familia Burrón!
Muchos de los escritores que son entrevistados sobre el nacimiento y desarrollo de su vocación literaria, a la pregunta de cómo fue su inicio en la lectura, contestan casi siempre que se aficionaron a ella desde niños, leyendo Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; La cabaña del tío Tom, de Beecher Stowe (Harriet); algunas de ]as novelas de Emilio Salgari como Sandokan, Los piratas de la Malasia y El capitán Tormenta o bien algunas obras de Julio Verne como El país de las pieles, El Archipiélago de fuego, etcétera, etcétera.
No es mi caso. Mi padre, hombre de la sierra y de acción, no tenía más allá de cuatro o cinco libros sobre el buró de nuestra recámara, y eso para apoyarse en ellos para firmar las cartas de recomendación que a diario expedía por decenas a quienes se las solicitaban. Mi madre, de origen campesino, nativa de La Campana, municipio de Santiago Papasquiaro, típica ama de casa mexicana, apenas si tenía tiempo para atender las labores del hogar como para preocuparse por los libros.
Así que, no habiendo libros en mi casa, hube de echar a andar mis ansias de lectura en las tiras cómicas (comics, dicen los intelectuales; cuentos, decíamos la raza).
Pronto de la mano de mi madre y de mis maestras aprendí a leer, y tuve un buen desempeño en la lectura gracias a que la ejercitaba en los cuentos del pato Donald, del ratón Mickey, de la pequeña Lulú, del Pájaro Loco, de Superman, de Batman, de los Super Sabios, de Memín Pingüín, de Jilemón Metralla, de Lágrimas y risas, pero sobre todo de la familia Burrón.
Fue así cómo me entrené en la lectura para ejercicios mayores, y si bien es cierto que la mayoría de las tiras cómicas, que nosotros llamábamos cuentos, provenían de Norteamérica, para nada se vio afectado mi nacionalismo mexicano infantil, pues lo mamé desde la cuna. En cambio, mi infancia se vio alegrada por el mundo de Walt Disney, ni se diga en el mes de diciembre de cada año, cuando era tradicional que saliera un número extraordinario de bastantes páginas.
Si acaso hay un reproche amigable, ése es para la pequeña Lulú, pues como escribía un "Querido Diario", crecí con la idea de que eso era cuestión de niñas y no escribí ninguno, circunstancia negativa que espero remediar el presente año.
Pero en fin, no pergeño éstas líneas para lanzar reproches, así sean amistosos, sino agradecimientos a las tiras cómicas, que fueron mis primeros peldaños a la literatura, siendo mis principales agradecimientos a la familia Burrón, de la que paso inmediatamente a ocuparme.
La familia Burrón es obra de la pluma sociológica y humorística de Gabriel Vargas, quién nacido en Tulancingo, Hgo., en 1918, es autor de diversas tiras cómicas como Jilemón Metralla, Los superlocos, entre las que sobresale con mucho La familia Burrón, la que por cierto ha sido objeto de estudios sociológicos, históricos y literarios. Gabriel ha recibido varios premios y condecoraciones.
A través del humor nos lleva a una crítica política y social de gran calado que, digan lo que digan los del "gobierno del cambio", ningún gobierno dictatorial hubiera tolerado.
La familia Burrón está formada principalmente por don Regino Burrón, de oficio peluquero chapado a la antigua, muy trabajador y un alma de Dios; doña Borola Tacuche, ama de casa que le gusta liderar y meterse en broncas, pero de buen corazón; Regino chico, que le ayuda a su papá en la peluquería; Macuca, flacajovencita que es buena hija y que por lo general acompaña a su madre por sus andanzas en las inseguras calles de México. A veces se agrega al hogar Foforito Cantarranas, niño simpático y chambeador que la hace de "chícharo" en la peluquería y que es hijo de don Susano o Florentino, muy dado al pulque y a los amores con la "Divina Chuy".
Aparecen, de vez en vez, Cristeta Tacuche, tía de Borola, archimillonaria que, teniendo la cinturita de huevo, no repara en despacharse un suculento y humeante toro entero. Ruperto Tacuche, hermano de Borola, con su gabardina y bufanda inseparables que le mantienen el rostro en penumbras, pues se dedica al oficio de "veinte uñas". "El tractor", joven adinerado y eterno enamorado que Macuca "tira a lucas", mismo que, siendo de considerable volumen corporal, gusta de moverse en un pequeño automóvil que a veces carga debajo del brazo. Avelino Gamuzo, poeta eximio y flojonazo, que viste como prendas características un sombrero medio arrugado y un saco que ha de ser un "gallito", pues las mangas le cubren las manos con demasía. Por cierto que el bardo, en su platónico amor por Macuca, es capaz de las más inspiradas poesías como aquélla de "uca, uca, uca, arriba Macuca".
Sus nombres son como para llorar de la risa: Sósimo Pantoja, Pancho Barrilete, Onofrito Brito, Marichucha, Loretito, Sósimo Babuchas, Timoteo, Juanón Teporochas, Fortunato Melcocha, Chavo Chávez, Elpidio Chamberete, Chucho Carrión, Liborio Machuca, Melitón Covacha, Lucila Ballenato, Bella Bellota, Juventina Palomeque, Loreto Barrales, Dr. Matalozano, Zoila Nika Corrales, Dinosauro, Jesuso, Glotia Ivonne, Jacqueline Ignacia, etcétera, etcétera.
Su vocabulario, que está tomado sin duda del lenguaje popular de la época, es verdaderamente de antología: andar enojado es "andar de uñas"; andar tras alguien con fines amorosos es "andar tras sus huesos"; los ojos son "los de apipizca"; "los chinguiñosos" o "los oclayos"; morirse es "irse a calacas", "levantar los botines" ,"alzar los tenis" o "llevárselo pifas"; a todo dar es "a todo mecate"; boca grande es "bocota de zaguán"; los dineros son "los quintos"; la sangre es "el mole"; andar triste es andar como "pollo con angurria"; los besos son "picos", "quicos" o "picoretes"; peluquero es "rapabarbas"; ropa es "garras"; comida es "pipirín" o la de "adentro"; la policía es "la chota", "los cuicos" o "los tecolotes"; las tortillas son "las nejas"; el vino es "marranilla"; el estómago es "la bodega"; aeroplano es "aereoplátano; cocina es "el laboratorio de los chimoles"; el diablo es "el malo"; acariciar amorosamente es "agasajar"; los golpes son "trompones" o "moquetes"; el pulque es "baba", "pulmón", "tlachicotón", "caldo de oso" o pulquiano; mujer o novia es "roca"; cabeza es "la de hueso"; pan es "bolillo"; las pompis son "tambochas", zona del aguayón", "zona de las lonjas" o "lugar donde la espalda termina y cambia de nombre", etcétera, etcétera.
Los nombres de los locales o negociaciones tienen una propiedad que provoca la risa o la sonrisa; así, por ejemplo, la peluquería de don Regino se llama "El rizo de oro"; una dulcería, "El pirulí"; una carnicería, "El chicharrón"; un café, "El turco"; una pulquería, "El maguey", etcétera, etcétera.
Por cierto que la familia Burrón tiene su domicilio particular en la capital de la República, Callejón del Cuajo, número 8, interior 8, que es una vecindad de las tradicionales y tienen treinta años de feliz matrimonio.
Yo diría que, por su aguda critica social, se inscribe dentro de la línea de Mafalda, del argentino Quino, la que por cierto, según creo, un tiempo estuvo prohibida en el país de las pampas, sólo que con la diferencia, a favor, de la familia Burrón, que ésta es mejor porque maneja un lenguaje popular que está al alcance de todos, mientras que Mafalda emplea un lenguaje elevado y por ende sólo al alcance de los intelectuales. Consiguientemente, más cerca está del pueblo la familia Burrón que Mafalda.
Si la sociología se encarga de estudiar las condiciones de existencia y desenvolvimiento de las sociedades humanas, la familia Burrón es sociología pura.
Por todo lo anterior, ¡Muchas gracias, pero muchas gracias, familia Burrón! Es cuanto.