Comencemos por los aspectos positivos del tercer informe. En primer lugar, el Presidente se atrevió a admitir los errores y rezagos de su gobierno. No fue fácil para Vicente Fox, quien había demostrado tener una personalidad poco propensa para la autocrítica. Y es que el guanajuatense es uno de esos gobernantes que no saben cómo dar malas noticias. Prefiere motivar, prometer un futuro mejor y encontrar el ángulo positivo a las situaciones adversas. Vicente Fox detesta ser ave de tormentas y, sin embargo, el lunes se atrevió a serlo. No obstante que la primera parte de su informe trató de darle un spin positivo a la situación, en la segunda reconoció lo que la mayoría de los mexicanos sabe: que el país no va por buen rumbo, por lo menos en el ámbito económico. Con ello, el Presidente ganó credibilidad y cercanía con la ciudadanía.
Otro aspecto positivo fueron los discursos de la coordinadora de la bancada priista en la Cámara de Diputados, Elba Esther Gordillo, y del de la fracción panista, Francisco Barrio, quienes dejaron entrever que las dos principales fuerzas políticas del país están dispuestas a negociar acuerdos legislativos. El discurso de Fox también abonó en este sentido. Al parecer, hay un buen ánimo para ir tejiendo alianzas que se conviertan en votos legislativos necesarios para aprobar distintas iniciativas que parecen urgentes para el país. No es de gratis que el PRI y el PAN demuestren esta voluntad ya que, de acuerdo con los últimos resultados electorales, son los dos partidos que tienen una mayor posibilidad de ganar en el 2006. Quieren recibir un país en crecimiento más que en crisis.
Pero al buen ambiente lo acompañó una mala estrategia de cómo llevar a buen puerto las reformas. El Presidente se pronunció a favor de una agenda muy ambiciosa que, ni en los sueños más guajiros, tiene posibilidad de llevarse a cabo en tres años. Habló de la necesidad de seis reformas (eléctrica, laboral, hacendaria, de telecomunicaciones, de Estado y electoral), pero nunca las jerarquizó. Parecería que propone un juego de todo o nada (que, entonces, va a ser nada).
Me atrevería a decir que la ambiciosa agenda reformista ayer presentada ni siquiera pasaría en un gobierno unificado, es decir, en un contexto donde el partido del Presidente tuviera mayoría en el Congreso. Y es que las seis reformas propuestas por Vicente Fox cambiarían las entrañas de nuestro sistema económico y político y, por tanto, amenazarían poderosos intereses.
El ex presidente Salinas, que tenía una agenda modernizadora, reconoce en México un paso difícil a la modernidad, que sus pretensiones reformistas se encontraron de frente a una nomenklatura priísta que no quería cambios porque afectaban sus intereses. Salinas confiesa que estos elementos "simularon apoyar los cambios en público pero bajo el agua se opusieron a ellos con tenacidad". A contracorriente, Salinas logró algunas reformas que acarrearon pérdidas "millonarias en materia económica y trascendentes en términos de control político". No obstante, concede no haber eliminado estas fuerzas reaccionarias que, ya fuera del poder y aliadas con Zedillo, le cobraron una inmensa factura por sus pretensiones modernizadoras. Al margen de creerle o no a Salinas esta explicación de sus penurias, el ex presidente sí toca un punto toral de toda agenda reformista: que para hacer una reforma ambiciosa se necesita de mucho poder para desarticular intereses muy enquistados.
Huelga decir que Fox tiene mucho menos poder que Salinas y que, por tanto, sus pretensiones reformistas debían ser más realistas. No va a lograr mucho ni citando un catálogo de reformas urgentes ni apelando al patriotismo de los congresistas para que las aprueben (patriotismo que puede ser concebido de manera muy distinta para un panista que para un perredista). Fox necesita, para comenzar, definir las prioridades. Comprometerse a sacar una sola reforma la hacendaria, por ejemplo en lugar de seis. Echar una carne al asador y esperar a que no se chamusque para seguir con la siguiente.
Fox tampoco ofreció detalles (salvo ciertos cambios electorales aterrizados) de qué tipo de reformas quiere. De hecho, sin detalles, muchas de ellas pueden acabar siendo contrarreformas, es decir, políticas públicas que beneficien más a rentistas del Estado que a la competitividad del país.
Finalmente, lo feo también apareció en el Informe. Y es que los políticos mexicanos no acaban de presentar una nueva imagen con la cual se identifiquen los ciudadanos. El tono, imagen y retórica de Elba Esther Gordillo, por ejemplo, recordó al autoritarismo de los 70, lo cual, por cierto, chocó con su buen mensaje de negociar. No fue mejor el panista Juan de Dios Castro que, en la respuesta del informe, se fue por una ruta decimonónica. Sólo le faltó vestir de levita. Finalmente, el más triste de todos fue Pablo Gómez del PRD. Parecía que se estaba dirigiendo al Soviet Supremo de la Nación. Su mensaje no olía a naftalina sino a formol, es decir, el típico de una izquierda muerta que sólo tiene sus estertores en La Habana o Pyongyang. La de Gómez fue crítica pura y soluciones facilitas, como si los costos no existieran. Con este tipo de personajes será muy difícil que la izquierda, con todo y Andres Manuel López Obrador, llegue al poder.
Ningún personaje de la obra del lunes presentó algo innovador acorde con los tiempos democráticos. Ni el presidente Fox que lució abatido. ¿Será por eso que las encuestas demuestran que la gente prefirió no ver el informe? ¿Quién podría culparlos?
Profesor-investigador del CIDE *