El diablo de la lagunilla
A principios de los sesenta del siglo pasado, florecía el comercio en nuestra ciudad.
Por la calle 5 de Febrero, años antes calle Principal, diversas negociaciones se disputaban los clientes, ellas eran que yo recuerde: “Almacenes Valdepeña”, mercería “El Arbolito”, zapatería “Zaja”, helados “Kanin”, tienda de ropa “El Porvenir”, tienda de ropa “La Elegancia”, zapatería “El Perico”, tienda de ropa “Las Tres B”, restaurante chino “El Tupinampa”, ferretería “La Conquistadora”, sombrerería “Tardán”, tienda de ropa “Casa Díaz”, sombrerería “Corona”, ferretería “El Naranjo”, zapatería “La Estrella”, peletería “Luxor”, zapatería “México”, dulcería “Las Mariposas”, ferretería “La Suiza”, ferretería “Mercería Nueva”, almacén de abarrotes “El Gran Número 11”, cafetería “El Excélsior”, almacén de ropa “La Francia Marítima”, almacén de ropa “Las Fábricas de Francia”, tienda de regalos “La Estrella”, papelería “La Escolar”, tienda de ropa “Las tres rosas”, papelería “Saracho”, “Banco de Durango”, “Proveedora de Durango” y “Farmacia del Centro”.
Como en todas las cosas de la vida, había competencia y se tenía que echar a volar la imaginación para llamar la atención de los potenciales consumidores. En la actualidad algunos comercios hacen uso de grandes globos de figura vertical que por el aire que reciben en su base no cesan de contorsionarse, de jóvenes que con la cara pintada a la manera circense y vestidos como arlequines, ejecutan con gracia y con estilo danzas modernas montados en zancos como de tres metros.
También puede verse al simpático Dr. Simi, afuera de sus farmacias, sudando la gota gorda para atraer clientes.
No hace mucho, una cadena nacional de almacenes, para anunciar la apertura de uno más en esta ciudad, puso a volar por encima del almacén recién inaugurado a un avión de plástico y a un dirigible del mismo material, manejados ambos a control remoto.
En la época de los sesenta no había tanto artilugio, pero ya se daba algo de inventiva. Así por ejemplo, don Refugio Valdepeña, cariñosamente llamado “Cuco”, de la conocida dinastía de los Valdepeña, integrada además por don Raúl y José, propietario de la tienda de ropa “La Europea”, que se encontraba por la calle Pasteur, a un lado de la entrada del Mercado “Gómez Palacio”, a voz en cuello, sin micrófono ni bocina, ni cosa parecida, invitaba a todo pulmón a los transeúntes a pasar y aprovecharse de la barata de su establecimiento.
Algunos entraban, otros no, pero eran de admirarse las ganas y la inventiva que le echaba don Refugio. Pero el comercio que sí se llevaba de calle a los demás en esto de la mercadotecnia era una tienda de ropa ubicada en la esquina suroriente de 5 de Febrero y Patoni, que llevaba por nombre “La Lagunilla”.
Resulta que a sus propietarios, para anunciar sus ofertas con un aparato de sonido desde la banqueta de la negociación, les dio por contratar a un hombre que se disfrazaba de diablo con todas las de la ley. Vestía mallas rojas que le cubrían hasta los pies enroscados a la manera de Aladino, camiseta roja, capa roja brillosa, una especie de gorro rojo que le cubría el cuello, las orejas y que remataba por arriba en un par de cuernos que ya los hubiera querido un miura o un marido engañado.
Desde luego, de la parte trasera de las mallas, una respetable cola roja que terminaba en punta de flecha. Para imprimirle mayor fidelidad y realismo al personaje, se untaba toda la cara de colorete, color rojo por supuesto y blandía en la mano derecha un tridente de regulares dimensiones, confeccionado posiblemente de palo, pero eso sí, pintado color negro acero. Total a este diablo ya lo hubiera querido el mejor director teatral de México para una pastorela.
Por el nombre del establecimiento y por el personaje, la gente muy pronto le dio por conocerlo como “El Diablo de la Lagunilla”.
En honor a la verdad, “El Diablo de la Lagunilla” resultó muy bueno para atraer la atención de la gente. Los mirones y mironas, como diría Fox, se arremolinaban en su entorno para escuchar las arengas comerciales del “príncipe del mal” y atraídos por su maleficio muchos entraban a comprar, pero además se oían buenas rolas por el aparato de sonido y era todo un espectáculo ver como “el malo” ejecutaba unos graciosos pasitos.
Algunos entraban al establecimiento a adquirir algo, otros se iban a sus casas a contarle a sus familiares que habían visto al diablo.
Muy pronto “El Diablo de la Lagunilla” se hizo todo un profesional, tan profesional que convirtió el disfraz en su segunda piel. Fue así, como terminada su labor, marchaba a su hogar o a realizar el trámite que fuera, sin cambiarse de indumentaria, es decir, portando con orgullo aquel disfraz infernal.
Así fue, como vestido de diablo, fue a renovar su credencial de la CNOP, al edifico del PRI, que se encontraba en los altos del cine “Alameda”, frente a la Plazuela Baca Ortiz. En el preciso momento en que “El Diablo de la Lagunilla” iba ascendiendo las escaleras, las iba descendiendo el Oficial Mayor, del sector popular, que cargaba con tremendas crudas bastante rezagadas.
Al ver al “Diablo de la Lagunilla” corre despavorido, aquí sí como alma que se lleva el diablo, para encerrarse en su oficina, fue una misma y sola cosa. Se dijo que tardaron bastante en convencerlo de que saliera de su despacho y todavía más en que accediera a firmarle su credencial de cenopista al “Diablo de la Lagunilla”, cosa que finalmente hizo temblando como azogado.
Pero como en esta vida todo se paga, “El Diablo de la Lagunilla” muy pronto pagó ése y otros sustos que dio a pacíficos y trasnochados ciudadanos.
Resulta que un caluroso día, caluroso aún para el diablo, con esto quiero decir que estaba haciendo un calor de todos los diablos, “El Diablo de la Lagunilla” sintió la urgencia de apagar siquiera por un momento las brasas de su gaznate, y una vez terminada su labor se dirigió a empujarse unos “alipuses” aunque fuera en solitario, pues ¿quién se iba a atrever a libar con el mismísimo Satanás?
Pues bien, resulta que ese día fue de plano de mal fario para “El Diablo de la Lagunilla”, pues si bien inspiró temor y hasta respeto al penetrar a la primera cantina de mala muerte que se topó en el recorrido a su averno, muy pronto, con los humos del alcohol, se fue disipando ese temor y ese respeto, a tal grado que hasta una que otra cuchufleta se dejó escuchar por allí, en honor a Belcebú, diríase que ya casi empezaban a verlo como diablo de Lotería.
Si bien los parroquianos en un principio habían enmudecido ante la visión de “El Diablo de la Lagunilla” posesionado de la barra empinando el codo con toda propiedad, no exenta de prepotencia, pues en un principio mientras algunos pensaron que ya los había alcanzado el “delirium tremens” y que muy pronto verían también elefantes rosas, cocodrilos morados y arañas gigantes, y otros creyeron que se les había aparecido el diablo por el tamaño y peso de sus pecados, los más ingenuos asumieron que era el diablo que decían se había aparecido en los bailongos de los altos del cine “Alameda” y que acudía a la cantina para refrescarse el gaznate después de haber bailoteado tremendos danzones.
Sea como fuere, lo cierto es que cuando más entrado se encontraba “El Diablo de la Lagunilla”, no faltó borracho que se le acercara sigilosamente por atrás y le prendiera fuego a la cola, con lo cual ¡vaya paradoja! “El Diablo de la Lagunilla”, bien pronto y antes de que pudiera hacer nada se vio envuelto por completo en llamas, sufriendo quemaduras de primero y segundo grados, terminando con la cara chamuscada. De no ser por los bomberos y la Benemérita Cruz Roja, con toda seguridad se lo hubiera cargado el demonio.
Existe la conseja de que lo que no pasa en Durango, no pasa en ningún otro lado, como dando a entender que en Durango suceden cosas sorprendentes al estilo de Macondo de García Márquez, que no acaecen en ninguna otra latitud. No creo que esto sea así, pero sí se puede afirmar que en ninguna cantina del mundo le han prendido fuego al diablo, como sucedió aquí.
Así fue pues, como en Durango, allá por los años sesenta, alguien le prendió fuego a “El Diablo de la Lagunilla”. Desde entonces ya no se le volvió a ver por las calles ni mucho menos en cantinas, sólo en “La Lagunilla” con la cara medio ahumada invitando a pasar a los clientes.