Feijoo y el filósofo de San Pancho
Hacía mucho tiempo que no me daba una vuelta por la entrañable placita de San Francisco, por dos razones. Primera, en Saltillo hubo frío en enero, febrero y en los estertores de marzo, en todo el mes de abril y durante los primeros quince días de mayo. Y a mí, desde que ingresé a la edad en plenitud, siento los huesos esmorecidos con las bajas temperaturas y sufro propensión a catarrillos, gripas y bronquitis periódicas. Si el día no se anuncia con sol, prefiero no exponerme a la intemperie. Segunda, los años me han vuelto disgustado e intolerante, y pese a lo que me gusta pasear en el jardín de San Pancho, me aterroriza la probabilidad de encontrar al verbilocuente de mi amigo, el filósofo.
El pasado martes amaneció soleado y con un clima espléndido. El termómetro marcaba 23 grados centígrados. Una de mis hijas llegó temprano a dejarnos una bolsa de pan de pulque de Chuy Mena, y mi esposa tenía un chocolate oaxaqueño de primera, así pues desayunamos como si fuéramos obispo y obispa. Recién acabamos de sopear ella se fijó en mis extremidades inferiores: “¡Mira nada más qué zapatos tan sucios traes!…Te llevo a que te los boleen, no faltaba más” y en un dos por tres se puso al volante y salimos en busca de un aseador de calzado…¿saben a dónde?…¡A la plaza San Francisco!…
Le pedí titubeante que me permitiera bajar una cuadra antes de la plaza, por la calle General Cepeda. Ella me advirtió que regresaría en un par de horas: “Si te pones a platicar con el amigo ese que mientas en tus artículos”. Me echó la sal: apenas tramontaba la calle Cepeda cuando vi venir al filósofo en mi busca, todo amistoso, abriendo los brazos y gritando: ¡Benvenuto, benvenuto, mio caríssimo!” Al verlo con tanto alboroto me imaginé que empujaba en ambas manos dos verduguillos toledanos. “Éste me mata, si me mata”, pensé en mi cabeza, pero ya no había escapatoria: llegó hasta mi fatigada humanidad y me abrazó fuertemente, golpeándome el hígado en un simulado gesto de cordialidad.
Momentos después yo estaba sentado en la silla del bolero y él encima de la silla, del bolero y del boleado.
––¿Qué me cuenta, mi amigo?…Dígame… ¿en la política se valen los golpes bajos? Se lo pregunto a propósito de la averiguación previa que ha abierto la Procuraduría General de la República contra el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, señor de toda mi admiración...
El bolero y quienes hacían cola volvieron sus cabezas hacia mí, esperando una contestación. Craso error, pues la actividad de los actuales políticos resulta tan ajena a mi gnosis como leer un texto bíblico escrito en arameo. Así respondí, como suelo responder en casos similares: mirando al techo, silbando cualquier tonadilla de moda o comentando, en esperanto, lo heladas de las noches y lo cálido de los mediodías en primavera.
“No se haga güey ––dijo otro cliente del aseador de zapatos: ¿En la política se valen los golpes bajos? Si tiene una opinión, extérnela, pero no haga como que le habla la Virgen…
Entonces hablé: ¡Ay, la política, señores, ni me la mienten! Claro que en ella valen los golpes bajos, y aunque no valieran, ¿quién es el guapo que va a refutar esta verdad tan grande y alta como la torre de catedral? ¿Usted, señor filósofo?…
Ipso facto pensé: ¿pero qué burrada acabo de cometer? Preguntarle algo a este desbozalado es arriesgar la felicidad de un día iniciado bajo el signo de la perfección; mas cuando quise retroceder, el hijo de Sócrates , por no decirle de otro modo, ya había carraspeado y se disponía a endilgarnos una conferencia entre pecho y lomo:
“El político recto, queridos circunstantes, nada arriesga en el camino, y nada tiene que temer en el camino. Cuanto más se descubra su verdadero fondo, está más seguro”, sostenía el inolvidable Feijoo. Yo lo repito, y me refiero al ínclito AMLO que gobierna al Distrito Federal. Él es, sin duda, el ser más débil en esta contienda de videos, pero es el más seguro porque tiene menos enemigos que el otro, y aquí retomo al citado Feijoo: en caso de que lo derriben, no será en precipicio violento, sin en caída blanda. Su aparente inocencia, por lo menos, le asegura la vida, y lo más que le pueda suceder será reducirse a su antiguo estado”.
¿Usted cree?, dije en la segunda burrada de mi autoría aquella mañana. El filósofo saltó: “Mire, yo creo que sí, pero es posible que ni siquiera eso logren los malintencionados que atacan al Peje desde el poder, y todas sus lanzas volverán para herir a quienes las lanzaron, y lo peor ––diría Feijoo–– es que acarrearán más gloria al acusado”.
En ese instante golpeó el aseador en la suela para indicar que había concluido su académica tarea de limpiar, abrillantar y dar esplendor a mis maltratados cacles. Al mismo tiempo, mi esposa, que acababa de estacionarse por la calle de Juárez, empezó a sonar el claxon para llamar mi atención. Pagué el servicio y salté de la periquera para huir del filósofo deslenguado, no sin antes preguntarle: Oiga, ¿y quién es el tal Feijoo? No sé, me dijo, pero si me adjudico tan justas palabras nadie va a creer que son mías…