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Norte y sur

Salvador Barros

El último Benjamin

En sus últimos años, Walter Benjamin recopiló breves ensayos, reflexiones sobre el desarrollo urbano, anécdotas y citas. El resultado, el fabuloso “Libro de los pasajes” se acaba de editar en español. El Boletín de Estética publicó, a su vez, un texto de Benjamin sobre Baudelaire que, criticado en su momento con dureza por Theodor Adorno, no llegó a integrar aquel volumen. Aquí, los comentarios de ambas ediciones.

Flaubert había previsto que su novela Bouvard y Pecuchet consistiera sólo en un extenso prólogo narrativo a una segunda parte de la obra, mucho más vasta, en la que se habría reunido la serie más heterogénea y disparatada de pasajes leídos por los dos protagonistas de ese libro, sacados de la historia de la literatura y el pensamiento francés. Flaubert no llegó a culminar este fabuloso proyecto; algunas ediciones han aventurado una aproximación a ese confuso magma de citas y referencias, básicamente concebidos como una “crítica” de la estupidez humana. En la trastienda ideológica de Flaubert se hallaban, como polos opuestos, la ascensión imparable de la burguesía francesa durante el Segundo Imperio -con sus grandes reformas urbanísticas, su poderío económico y financiero y su desbordada tontería- y las propuestas utópicas de algunos de sus contemporáneos, que despertaron la imaginación de Julio Verne

No es casual que la novela póstuma de Flaubert fuera uno de los libros de cabecera de Walter Benjamin: la mejor prueba de esta rendida admiración se encuentra, dentro del amplio conjunto de su obra, en el llamado Libro de los pasajes, en lengua original Passagen-Werk, título que posee un cariz artesanal diluido, en gran medida, en el concepto de libro. Benjamin trabajó en este proyecto en dos etapas: de 1927 a 1929, en suelo alemán, y en el exilio de París, entre 1934 y poco antes de su muerte accidental, en 1940. Muchos trabajos que Benjamin escribió entonces, algunos incluidos en esta edición del Libro de los pasajes -como “París, capital del siglo XIX”-, y otros no, como La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica o sus Tesis sobre filosofía de la historia, acusan la impronta teórica de la fabulosa empresa de los Pasajes. Las dos ideas que Benjamin había alcanzado ya a fines de los años 20 -y que presiden el Libro de los pasajes- fueron, por un lado, que la filosofía de la historia derivada del marxismo había llegado a un punto sin salida al encontrarse falta de una sólida fundamentación teórica (de lo que se deducía un panorama turbio para toda vindicación revolucionaria); y, por otro, que el optimismo burgués del siglo XIX -nunca mejor expresado que en la Francia de Napoleón III- borraba de golpe y porrazo, por los efectos de su propia “iluminación” (el carácter deslumbrante y enormemente seductor de la mercancía fetichizada), la posibilidad de una conciencia de todo material histórico como suma de escombros y desolación, es decir, como catástrofe. Según el propio Benjamin, era necesario percibir los “monumentos” de la burguesía y todo documento histórico como un edificio en ruinas antes de que llegara a desmoronarse si se pretendía dar cuenta fiable de los procesos de la historia.

Este extremo es el que mejor explica la rara estructura del Libro de los pasajes; pues la obra está compuesta de algunos textos con visos sistemáticos, pero sobre todo de una ingente cantidad de fragmentos parecidos a cascotes: la mayoría ajenos -entresacados de las lecturas de Benjamin en torno al fenómeno de la modernidad parisiense- y propios, los menos, como un destilado teórico que a veces anticipa, a veces glosa, alguno de esos pasajes literarios. La propia fragmentariedad del Libro de los pasajes es emblema de esa gran fase última del pensamiento de Benjamin, para quien cualquier fenómeno histórico debía aspirar a un constructor teórico provisto de coherencia, pero sólo luego de haber sido analizados los pormenores y los detalles más pequeños que constituyen la base material de toda civilización: no sólo los famosos pasajes comerciales de París -símbolo condensado, a su vez, de la iluminación y la fetichización aludidas más arriba-, sino también los grandes almacenes, la moda, los anticuarios, los coleccionistas, las catacumbas, el aburrimiento (tema baudeleriano por excelencia), las barricadas, la construcción de vías férreas, la figura del flneur, el juego, las casas de prostitución, los espectáculos panópticos en boga entonces, las más diversas formas de expresión artística, el alumbrado público, la mezcla de utopistas y marxistas que auguraban por entonces el porvenir, la bolsa, los autómatas, el caricaturismo (Daumier), al arte de la litografía, la ociosidad o la sabia institución de la francesa Escuela Politécnica.

El análisis de todos estos temas (a veces, la pura transcripción de textos literarios o ensayísticos referidos a ellos) habrían actuado, para Benjamin, como los más básicos ladrillos cuya superposición llega a levantar un edificio entero. Benjamin se habría limitado a preparar el mortero que habría ofrecido aguante y estructura a ese enorme amasijo de particularidades. Así, el universal-histórico que pretendía desentrañar y teorizar (la apoteosis de la burguesía durante la segunda mitad del siglo XIX en Francia) se alcanzaría por los meros efectos de la articulación de nimiedades, síntomas, pedazos y faits divers. Todas estas minucias acabarían de dar luz a la totalidad que Benjamin deseaba caracterizar. Se trataba de “edificar las grandes construcciones a partir de los más pequeños elementos”. El lector no deberá extrañarse al encontrar, aislada entre ese verdadero montón de documentos, datos y rarezas, una teoría de “la mirada a través de la ventana” (más allá del poema de Baudelaire), el carácter efímero tanto de los libros como de las camisas (a partir de una cita del Balzac, de Curtius), la extraña pasión por la acumulación de bibelots en las casas burguesas, el origen de la publicidad, el cambio en las costumbres que supuso la iluminación de las calles de París, la diferencia “política” sustancial entre el adoquinado y el macadam (asfalto), e incluso hipótesis que parecen del todo descabelladas, como que la moda de pasear tortugas por las calles de París señaló el inicio del aburrimiento que se convertiría en tema predilecto de los autores de la década de los cincuenta. O anécdotas del todo intempestivas, como la de aquel neurólogo de París que recibió un día la visita de un hombre que se sentía atrapado por el tedio, o mal-du-siècle: ‘No tiene usted nada grave’, le dijo el médico. ‘Distráigase. Vaya a ver al cómico Deburau (que actuaba por entonces en París) y verá la vida con otros ojos’. A lo cual respondió el paciente: ‘Pero doctor, ¡yo soy Deburau!’.No hay duda de que el último Benjamin tenía un asidero intelectual de primera e insoslayable magnitud en su peculiar visión del judaísmo; pero, en el polo complementario -actualizado- del mesianismo benjaminiano existía la firme convicción de que una filosofía de la historia cuasi religiosa como la que él deseaba alcanzar, tenía que pasar forzosamente por el análisis de lo más concreto. Enfrentándose a la vez con el idealismo histórico (Hegel, pero también Marx) y con el historicismo positivista, intentó presentar la historia del siglo XIX no como una construcción abstracta, sino como el comentario casi talmúdico de una serie infinita de realidades muy menudas.

El Libro de los pasajes es el monumento historiográfico más importante que haya ofrecido el ya largo episodio de la modernidad para disipar el gran sueño del capitalismo y neutralizar la reactivación de las fuerzas míticas que éste ha conllevado; un testamento intelectual cuya validez dependerá de la potencia aparentemente imparable de la civilización en la que todavía vivimos. Lo que está en juego, hoy más que en el siglo XIX, es la idea misma de progreso, que Benjamin entendió, quizá siguiendo a Schopenhauer, como “una fantasmagoría de la historia en la que los hombres se condenan”; como un infierno. No sabemos hasta qué punto Benjamin aceptaría hoy que esta fantasmagoría se ha convertido en la más pura realidad, y que lo que él había definido como “dialéctica en reposo” se ha transformado, a lo mejor, en un enorme reposo o adormecimiento sin dialéctica posible.

Escritor y filósofo, es hoy considerado el más importante crítico literario alemán de la segunda mitad del siglo XX. Formado en filosofía en Berlín, Friburgo, Berna y Munich, la Universidad de Frankfurt rechazó su tesis doctoral -hoy estudiada en todo el mundo académico- titulada “El origen del drama barroco alemán”. Su origen judío y su inclinación marxista lo llevaron al exilio durante gran parte de su vida.

Escrito en: Benjamin, Libro, pasajes, siglo

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