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Florentino Ariza y Fermina Daza: amor de lejos y de viejos

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Ya se sabe que de la obra literaria a su versión fílmica hay mucho trecho, si bien es cierto que siempre aparecen las salvadoras excepciones de la regla. Ahora que se ha estrenado la película ?El amor en los tiempos del cólera? el asunto recobra importancia tanto en la reseña especializada como en la opinión de lectores y espectadores comunes. Y en esos puntos de vista encontramos de todo; sin embargo, supongo que en este caso no se puede hablar de un fracaso fílmico. Creo en serio que la pantalla nos presenta una película de regular a buena que se ciñe a las líneas generales de su fuente original, la historia que cuenta el amor extraordinario ?por conmovedor y sus anhelos de eternidad, por la obsesión serena que lo sustenta- de Florentino Ariza y Fermina Daza. Digamos, pues, de entrada que ?El amor en los tiempos del cólera? es cuando menos una traslación decorosa de una de las mejores novelas de Gabriel García Márquez, y lo subrayo porque se puede afirmar que el resultado supera los trabajos de ?El coronel no tiene quien le escriba?, dirigida por Arturo Ripstein en 1999. Debo señalar también que el escritor colombiano se ha mostrado satisfecho ?demasiado complaciente, cabe decirlo- con ambas expresiones fílmicas. Le creemos, no obstante, aquí sí y sin ninguna reserva, que una de las versiones de más calidad es ?Milagro en Roma? (1998), llevado a las cámaras con base en el relato ?La santa? por Lisandro Duque. Tampoco se puede dejar de apreciar la realización de Francesco Rossi al filmar en 1987 una tragedia verdaderamente magistral: ?Crónica de una muerte anunciada?. Y sólo por citar un par de ejemplos.

La cinta nos lleva al siglo XIX y nos sitúa de pronto dentro de las centenarias murallas de Cartagena de Indias, ciudad acosada en el pasado lejano por corsarios y piratas. Florentino Ariza (Javier Bardem), telegrafista con sensibilidad artística, fervoroso de todo romanticismo, ve la vida por los cristales de la poesía. La suya es una mirada edificante. Se trata de un hombre que reinventa su realidad ?filtrándola a través del corazón- desde su naturaleza acentuadamente emocional. Se enamora, así, para siempre, de Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno), la hija de un vendedor de mulas que le había jurado a su esposa, tendida en su lecho de muerte, conseguir para la heredera el mejor de los matrimonios posibles, refiriéndose por supuesto a remontar su modesta situación en la escala social.

Fermina Daza, anoto de paso, recobra de alguna manera a la legendaria Helena de Troya; ellas asumen dos formas universales del amor: la pasión más cercana al deseo y al hechizo y, por otro lado, la compañía matrimonial, sin tormentas sentimentales, estable como aguas de río lento y largo, y principalmente por ser una unión reconocida y valorada por los demás. Como la griega (aquella entre Paris y Menelao, y con ambos entregada plenamente en distintos espacios y tiempos), la colombiana corresponde al enamoramiento casi religioso de Florentino Ariza, se casa con el Dr. Juvenal Urbino (quien mucho contribuye a combatir el cólera en su provincia), y ya viuda, al final, regresa a los brazos de su más rendido ?sin rendirse jamás- eterno admirador? después de cincuenta y tantos años. Puro Gabo, ni más ni menos.

Pero como en toda obra magna, y esta novela lo es en no pocos sentidos, las temáticas que abordan sus páginas son diversas y van desde los misterios de la manifestación amorosa ?como ya se señaló- hasta la aceptación o no de una pareja de ancianos que decide retomar su distante (Florentino se había resignado a medias a verla en su existencia ?feliz? con su marido), pero todavía viva experiencia afectiva, afrontando prejuicios de distinta índole. Todo en un contexto también muy propio del autor (de hecho Cartagena de Indias no está muy lejos del mítico Macondo, el nombre literario de Aracataca, la tierra natal de García Márquez): la sexualidad desaforada, la población flagelada por la enfermedad, los paisajes con los verdes de los primeros días de la creación del mundo.

Antes de cerrar este comentario quisiera agregar dos o tres cosas más, que testimonian mi relación personal con ?El amor en los tiempos del cólera?. A los pocos años de haber leído la novela ?a finales de los ochenta o principios de los noventa- fui invitado a ofrecer una conferencia en la Escuela de la Tercera Edad, de aquí de Durango. Me pareció conveniente hablarle a un público, que en promedio andaba por las siete décadas de vida, del entonces relativamente reciente libro de Gabo. Además las artes mágicas del reconocido fabulador siempre son garantía en auditorios que no tienen familiaridad con autores contemporáneos. Al terminar la charla sobre tan interesante relato amoroso se me acercó una anciana y a la vez con nostalgia y agrado me informó: ?A una hermana que ya murió le pasó la misma historia. Igualitita?.

Y en octubre de 1996 en el curso que llevé en la Universidad de Guadalajara con el maestro García Márquez, en uno de los mejores momentos de las sesiones de trabajo, el célebre narrador nos preguntó a los veintiséis asistentes al seminario si sabíamos lo que decía el recado póstumo de Jeremiah de Saint-Amour, el suicida con cuya muerte se abre ?El amor??. Seguramente todos nos preguntábamos por dentro: cómo podemos saberlo si no está escrito en la novela. Gabo, divertido y con malicia, nos sacó de nuestro lamentable desconocimiento. La última nota del malogrado personaje advertía: NO CULPEN A NINGUNO. ME MATO POR MAJADERO.

Otra estampa inolvidable. Hace un año un grupo de duranguenses, fieles de las letras, se organizó para asistir al IV Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado precisamente en Cartagena de Indias. Habría mucho que contar al respecto. Pero hoy quiero recordar las palabras de un bolero cartagenero que resume bien el afecto que los colombianos tienen por México y por su cultura. Me encontraba yo en la Plaza Bolívar. El sol prendía sus lumbres matutinas. Pasaban cerca las famosas palenqueras con sus bandejas llenas de frutas en las cabezas. Le pedí al negro aquel, un hombre como de unos sesenta años, que me aseara el calzado. Ese día regresábamos a nuestro país. Mientras sacaba las tintas, y al darse cuenta de mi procedencia, me miró con una gratitud muy sentida, que venía de muy lejos. ?Nunca se me va a olvidar la vez que mi madre nos llevó al viejo cine a ver ?Que Dios se lo pague?. Salía Arturo de Córdova. En la casa nos gustaba platicar de la película?.

¿Y cómo olvidar, me digo ahora, a don Crescencio González Parra, el hombre más parecido a Florentino Ariza que me ha tocado conocer? Bibliotecario de la Casa de la Cultura de nuestra ciudad por muchos años, don Crescencio vivía enamorado del amor y de la vida. Hacía sonar cariñosamente la mandolina (Florentino, en cambio, le llevaba serenata a Fermina con un violín), escribía cuentos para niños, les dedicaba poemas a las mujeres bonitas ?para él todas lo eran- y fabricaba en una prensa de dos tablas sus propios libros. Apreciaba a sus amigos. Era de verdad un buen hombre.

Todo lo que nos trae una buena novela, así sea por medio de sus imágenes fílmicas. Una película que nos mueve a tanto recuerdo no puede ser mala, digo.

Escrito en: amor, Florentino, Ariza, Fermina

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