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La orfandad de las hormigas (fragmento)

Jesús Marín

A mi madre, a tres años de su ausencia,

tan viva en mi corazón

Yo crecí en una casa de dos patios de ojos desorbitados y afligidas paredes, con sangre de adobe quemado al sol y silencio antiguo. En el jardín reinaba gigantesca higuera. En el corral dormían los corrucos y cantaban los gallos.

Había una cisterna refugio de ciega tortuga que sostenía al mundo en su caparazón, cisterna donde una vez se ahogó una muñeca de mi prima.

II

Mi primera sombra fue la higuera. Ahí lloré cuando murió mi madre de crianza: Abuela con sus 80 años, heridos por la nostalgia de su niñez. Herida por las negras mariposas de la muerte.

Crecí entre las macetas de mi madre, entre las lágrimas de mis mujeres y la crueldad disimulada de mis hombres.

Ocultándome en recónditos roperos, de los ojos sombríos de la casa que me gritaba su desamparo. Crecí con el azoro por las historias de espantos relatadas por mi abuela mestiza, pero más miedo me daba la noche.

Contaba mi abuela que la noche escondía el curro y era reino de lechuzas. Contaba que la noche era cosa de ánimas en pena y de sombras por los dos patios. Y es doliente y cabizbaja. En ella se ocultan las mujeres para llorar y de ella se alimenta el miedo de los hombres.

Yo en aquel entonces no entendía de llantos ni de murmuraciones frente al espejo. No entendía de ojos quebrados de mujer. Yo sólo sabía de dulces de cajeta y de buñuelos con canela. Yo sólo sabía de risas tras una pelota y de siestas a la 1:00 de la tarde. Y de la sabía ignorancia de ser niño.

Crecí entre la orfandad de las hormigas que aprisionaba en mis dedos, de su agrio sabor de su miel, de su muerte de inocencia. Crecí entre el rodar colorido de canicas brillando en las soledades de la calle, en el desquiciante sol de mediodía, en la frágil candidez de la ignorancia.

Crecí entre arrancarles alas a las moscas por envidiarles su oficio de astronauta. Por envidiarles su volar tan alto y su vivir de asombro multiplicado.

Crecí entre el giro enloquecido de los trompos desafiantes de nuestras ansias de crecer. Crecí entre pescar tepocates que a mí se figuraban enormes ballenas luchando en mares enloquecidos.

Crecí con la fe de un niño que lo cree todo.

III

Nunca tuve más hermanos que la soledad de dos patios y el libro de estampas en la cama de mi cuarto y el polvo acumulado de mis muertos y el triste viejo soldado que perdió una pierna en batalla y el viejo apache despostillado sin tribu ni dioses. Y un perro que murió de ancianidad del cual no supe su nombre.

Por hermanas tuve las muñecas de mi tía, blancas caras de porcelana, ojos fijos como la tristeza de mi sangre; muñecas hijas de mi solterona tía, vergüenza de familia por no haberse casado, por nunca haber aprendido a envejecer.

Crecí dueño de luminosos domingos de dos cajas de cerillos vacías, donde guardaba un alacrán muerto, de una corcholata bruñida, medalla a mis méritos de Coronel, de un grueso manojo de estampas. Y de tres clavos oxidados bendecidos por la luna.

De una resortera de pino como única arma contra las apariciones de la noche, contra los traidores ojos de la oscuridad.

Crecí dueño de las calles, de las piedras, de los árboles que trepé, sin pensar en piernas rotas o lamentos de miedo.

Míos fueron los arroyos, los charcos tras llover, donde al mando de una flota de barcos de papel fui capitán pirata que conquistó imperios, triste marino que se perdió en una isla. Isla de la que aún no he podido salir.

Escrito en: ojos, Crecí, sabía, muñecas

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