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Criminología y la pena de muerte

Juan Francisco Alvarado Cisneros

Mi querido amigo y maestro, Enrique Arrieta Silva, hace pocos días escribió en esta misma sección sobre el tema de la pena de muerte; lo hizo con su habitual elegancia para escribir, haciendo una crítica mordaz a quienes se pronuncian por que se aplique en nuestro país la pena capital a cierto tipo de criminales. Con sobrada razón le llamó a esta tendencia “una estupidez que se repite” porque cada vez que se agudizan los problemas de inseguridad, es decir, cuando es víctima de la delincuencia algún personaje de buena posición económica y social, de nueva cuenta surge el clamor de los que se sienten agraviados por los actos criminales.

No deja de llamar la atención que también los que piden se legisle para implantar esa pena de lesa humanidad son los políticos, desde distintas trincheras, un gobernador del Estado de Coahuila y la cúpula del Partido Verde Ecologista. Los analistas políticos han interpretado este pronunciamiento como ardides electoreros de esos actores, para “llevar agua a su molino”, al fin que este año es de elecciones. Pero lo que más llama la atención, y al menos a mí me causa una cierta incertidumbre, no exenta de temor, miedo, es el hecho de que el Congreso de la Unión ya ha aceptado que el tema se debata, no sé si en comisiones o en un proceso directo entre fracciones parlamentarias, lo que me lleva a considerar que, si en este caso se llega a dar la práctica mañosa, viciosa, del “mayoriteo”, que se ha dado en otras ocasiones para imponer a la minoría alguna ley, por inconstitucional o antipopular que sea, pues buena la vamos a tener los que no estamos de acuerdo con esta idea.

Un gran grupo de países han abolido la pena de muerte, pero hay naciones que aún la conservan. En la nuestra, no son pocos los simpatizantes que se declaran partidarios de ella. Habría que investigar si los que piden a gritos la pena de muerte no lo hacen movidos por la euforia y la impotencia que sienten al momento en que saben de la realización de un hecho punible de naturaleza tal, que mueve a cualquiera a desear la destrucción o ejecución del agente activo del delito.

“Abordar el tema de la pena de muerte es atrevernos a bucear en las entrañas del ser humano, implica navegar en aguas profundas y movedizas, siempre sujetas a los vaivenes que entraña el comportamiento a veces inexplicable de los hombres (dicho genéricamente). Caminar en estas delicadas zonas exige tener claro que, más allá de códigos morales inventados por los propios humanos, es preciso indagar por qué hemos transitado por procesos históricos llenos de odio, barbarie e incomprensión generalizada”. Pedro José Peñaloza (2004).

Mucha razón hay en este pensamiento. No podemos calificar la pena de muerte sino como un acto de barbarie en pleno siglo XXI. Hay quienes piensan que la sociedad, en su derecho a defenderse, puede llegar a destruir la vida de los delincuentes. Quien atenta contra la vida de uno de los miembros de la sociedad debe pagar las consecuencias de su proceder y, por tanto, debe morir. ¿Por qué tocarse el corazón ante el delincuente que no tuvo un ápice de compasión hacia su víctima y quizá hasta gozó con el daño causado?

Sin embargo, una reflexión exenta de pasión indica que la pena de muerte es irracional. Podemos afirmar con toda certeza, porque la realidad lo muestra así, que no intimida a los potenciales delincuentes, y con esto no se reduce la criminalidad; tampoco permite reparar los muy frecuentes errores judiciales. Contamos con una experiencia vivida desde hace ya bastante tiempo: cuando el delito de secuestro se disparó de manera superlativa en distintas regiones del país, se pensó que con aumentar las penas de prisión a los secuestradores, a más de sesenta años de prisión, se acabaría dicho delito; sin embargo, no fue así y, al contrario, surgieron secuestradores de la talla del famoso y legendario “Mocha Orejas” o un tal Caletri y otras bandas que escapan a mi memoria, pero con ello quedó demostrado que el endurecimiento de las penas no resuelve en gran medida el problema criminológico.

Dice Luis de la Barreda Solórzano,(2004), otrora “ombudsman” de la ciudad de México capital, que “La pena de muerte no intimida porque cuando el delincuente está a punto de cometer un asesinato—hipótesis para la que suele reservarse la pena de muerte—generalmente no tiene en mente lo que le puede pasar: en ese momento no piensa en lo que le sucedería si lo atrapara la policía, o si lo piensa, tiene la esperanza de que no será atrapado”. Aunado a ello—diríamos nosotros— se torna más peligroso y mayormente destructivo en perjuicio de quienes pueden ser testigos que lo acusen. Por eso es que en los países donde existe la sanción capital se cometen delitos tan graves como en aquellos donde se ha abolido.

El debate sobre la pena de muerte no es de hoy, se inició desde el siglo XVIII; en esta época, ya se registran voces abolicionistas, por ejemplo, el Marqués de Beccaria, en su Obra: “De los Delitos y las Penas”, traza razones poderosas contra la pena de muerte. Beccaria se pregunta si esta sanción es útil y justa en un gobierno bien organizado, y su análisis parte de la pregunta acerca del derecho que puede alguien atribuirse para despedazar a sus semejantes.

Por su parte, el maestro Jiménez de Asúa, al abordar el tema del castigo capital, sostenía: “Quiero en las primeras líneas de este breve escrito, hacer profesión terminante de mi fe abolicionista. Soy radical enemigo de la pena de muerte” (1). De estos preclaros hombres, que dieron luz e iluminaron con su sabiduría el universo del derecho penal y la justicia, deberían aprender los que quieren que se aplique la pena de muerte, cuando ni siquiera es posible atrapar a los criminales.

(1) Cfr. JIMÉNEZ DE ASÚA, Luis, Derecho Penal, Criminología y otros temas penales. Serie Estudios Clásicos de Derecho Penal, Vol. 2. Editorial Jurídica Universitaria, p. 194.

Escrito en: pena, tema, derecho, quienes

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