"Leonora nunca soñó con nada igual. Ha encontrado el objetivo de su vida, él va a cambiársela, él va a hacerle ver el mundo, ella es su mina de carbón, él va a extraer diamantes y va a pulirlos. Max irradia luz."
ELENA PONIATOWSKA.
Al final, a Leonora no debías hablarle de su pasado. Ni de Max Ernst.
Después de la guerra, de las crisis nerviosas, de los hospitales psiquiátricos, de Florencia, México, Renato Leduc, Saint Martín D'Ardèche... Max Ernst era dos palabras que le aburrían, le hartaban, que escondían gran parte del significado de su juventud y de su camino hacia el surrealismo.
LONDRES, 1936.
Ella conoció primero sus obras. Descubrió la corriente artística y el espíritu de uno de sus máximos representantes al mismo tiempo, sin quererlo, sin adivinarlo siquiera, a través de un libro que su madre le regaló: "El Surrealis-mo", de Herbert Read. La ilustración de la portada era "Dos niños amenazados por un ruiseñor", un cuadro de Ernst creado en 1924... Al pintor lo encontró poco tiempo después.
El alemán y la inglesa. Veintiséis años de diferencia.
Leonora tenía 20 años. Max Ernst pertenecía ya a un reconocido grupo de artistas entre los que se encontraban André Breton, Salvador Dalí y Man Ray, estaba casado con Marie-Berthe Aurenche y su fama de artista casi consagra-do no le agradó al padre de Leonora, un importante empresario textil. Para huir de él, y de la esposa de Max, escaparon a París y posteriormente, viajaron hacia el pequeño pueblo Saint Martín D'Ardèche, dónde una casa, dispuesta a cubrirse de arte, los conquistaría.
Todo surgió ahí. Amor, creatividad, en cada muro, a través de cada ventana. Vivían protegidos por dos relieves que crearon al llegar en la fachada: Loplop, una suerte de pájaro que personificaba el "otro yo" de Max Ernst, y una gigante que era representación de Leonora, de "la novia del viento", como él la llamaba, gracias, en parte, a la fascinación de la pintora por los caballos. Los defendían de aquellos que no querían que estuvieran juntos, asustaban a los intrusos, y les daban la bienvenida a los amigos.
Juntos eran intercambio. La entrada al universo del otro estaba permitida, sin límites ni premura. Compartieron los tintes de cada sueño y pesadilla que poseían, para crecer en todos los sentidos. Ella lo guió hacia Lewis Carroll y las leyendas celtas que adoraba. Él, hacia la literatura romántica alemana y francesa, hacia el simbolismo de Loplop y de sus ruiseñores. Supo dirigir el mundo interior que la joven Leonora transportaba, la llevó de la mano por un camino que él ya había recorrido, para estallar a su lado durante la efervescen-cia del surrealismo.
Fueron no más de dos años los que vivieron juntos. Un pequeño fragmento de su existencia en el que explotaron su talento y pasión, rodeados por el mundo mítico que compartían, que empezaba en los relieves de su hogar y estaba lleno de magia, símbolos y claves que, para lograr comprender un poco, deberían ser analizados a detalle.
Para los habitantes de Saint Martín D'Ardèche, ambos eran un misterio, y un escándalo. Alteraron la tranquilidad de un pueblo que no conocía más esculturas que las de las iglesias, que nunca había visto contraste tan encantador como el de la piel pálida y el cabello negro de Leonora y, sin embargo, los acogió sin ocultar su fascinación. La claridad existía sólo en pareja, únicamente adentro de la casa que protegían Loplop y la giganta. Hasta que Ernst fue llevado a un campo de concentración en 1939, al iniciar la Segunda Guerra Mundial, y todo desapareció.
Quizá la insistencia de Leonora Carrington para no hablar de Max Ernst, al final de su vida, sea el motivo por el que su relación permanezca casi olvidada en nuestros días. Al hablar de uno, rara vez se menciona al otro. Solamente como una nota breve, como un noviazgo sin importancia. Nadie explica que después de pertenecerse no tuvieron otro romance que fuera realmente notable. Peggy Guggenheim y Renato Leduc llegaron para ayudarlos a escapar de la guerra. Dorothea Tanning y Emerico Weisz, hicieron su entrada después de que Max y Leonora se reencontraron en Lisboa, y se despidieron definitiva-mente, al aceptar que no era posible volver a empezar, pues el año de separación, y los sufrimientos por los que ambos pasaron, eran imposibles de superar. La guerra los había alcanzado.
Max y Leonora significan surrealismo. Pájaro y caballo. Principio y final. Mientras él fue de las primeras figuras fundamentales de esta corriente, a Leonora se le llamó "la última surrealista", y al morir en mayo de este año, se aseguró que el movimiento había llegado a su fin.
El cuadro de Ernst que fue la unión invisible entre los dos, buscaba desapare-cer los límites entre el mundo onírico y la realidad... Ellos fueron esa pintura, la representación humana de un sueño, desbordada sin fronteras.
No todas las historias de amor atrapan. Las que se viven a través del arte, muchas veces son las que aprisionan, las que transforman, las que llevan a la locura. En la casa de Saint Martín D'Ardèche, permanece la protección que en algún momento, le fue encargada a Loplop. La novia del viento siempre fue inasible. El rey de los pájaros, errante. Aun así, Max y Leonora dibujaron un mapa imperceptible en la vida del otro. Puro, escondido. Sublime. ("Leonora", de Elena Poniatowska, Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 2011).