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Durango

Con los ojos cerrados

Codependencia, un problema vigente que poco se atiende.

Juan M. Cárdenas

Quitó a su bebé para que no le fuera a tocar también el balazo. Cuando su esposo le apuntó con esa pistola de cachas plateadas, María confirmó que las borracheras lo habían trastornado. "Nunca te voy a dar el divorcio, primero te mato", gritó Román mientras la veía por la mira delantera del arma. Cada rincón de la sala fue testigo de los empujones, insultos, golpes y humillaciones durante una década de matrimonio; pero ahora María tenía enfrente al hombre que le había jurado amor eterno, dispuesto a volarle la cabeza si se atrevía a abandonarlo.

enfermedad obsesiva

Una tarde de primavera Román bautizó como padrino al primogénito de un amigo del trabajo. Entre los saludos a los invitados y las carcajadas por viejas anécdotas, destapó la primer cerveza y con ella, sin saberlo, la caja de Pandora que contenía todos los males a los que condenaría a su familia durante 13 años, casi al borde de la tragedia.

María, trigueña, de cabello hasta el cuello y labios gruesos, abrió sorprendida sus ojos cafés cuando vio que Román le dio el primer trago a la cerveza. Nunca había bebido desde que se conocieron, seis meses de novios y poco más de un año de casados. A su mente volvieron los recuerdos de una infancia plagada de carencias a causa del alcoholismo de su padre. No tuvo fiestas de cumpleaños, vacaciones, grandes regalos de Navidad ni lujos en casa. Apenas había para comer.

De niña pasó noches en vela esperando a su papá quien, aparte de no trabajar, se gastaba el poco dinero que llegaban a tener en casa. Sus parrandas llegaron a durar hasta seis meses, en medio el crudo invierno de El Salto.

Por eso desde que fue teniendo uso de razón María se prometió que nunca iba a casarse o, de hacerlo, jamás permitiría que su pareja se emborrachara. Ella no toleraría cargar una cruz durante el resto de su vida, como lo hizo su mamá. Pero algo sucedió con esa rebeldía cuando vio que Román se tomó una cerveza y luego otra y otra, hasta perder la cuenta y la razón.

Esa noche el instinto le sugirió a María que no recriminara la borrachera, no quiso aplicar la técnica inútil de su madre con su padre. Lo tomó como un hecho aislado y trató de comprenderlo.

En un año todo se salió de control. De pistear cada fin de semana, Román pasó a embriagarse todos los días. Cualquier pretexto era bueno para llegar casi a gatas a la casa: el estrés, el calor, la fiesta del jefe, el compromiso ineludible. Pero algo más cambió en la personalidad de Román: se volvió obsesivo, descuidado e irresponsable.

Por su trabajo como chofer de autobús de turismo, Román salía periódicamente durante varios días a la semana. Al volver, acosaba a María exigiendo explicaciones concretas de lo que había hecho durante su ausencia, con quiénes se había visto, con quién había hablado, a qué hora llegó a la casa y en qué gastaba el dinero. María perdió su vida, los celos obsesivos de su esposo le impidieron salir con sus amigas, relacionarse con más personas en el trabajo y estar fuera de casa si no era para trabajar.

Fue por esas fechas cuando las palabras y el tedio psicológico se materializaron. En una de tantas discusiones, Román pensó con el cerebro alcoholizado y decidió terminar con la pelea saliéndose de la casa. María estaba en medio del camino, la tomó por los hombros y la aventó hasta donde la fuerza le alcanzó.

Enfermedad progresiva

María vivió su niñez y adolescencia en El Salto. Cuando llegó el momento de crecer se inscribió en la Escuela de Enfermería de la UJED. Su impecable preparación académica y la capacidad de trabajo permitieron que a sus 26 años ya tuviera vehículo y casa propia. Consiguió una base en la clínica 1 del IMSS en el turno nocturno y comenzó a ejercer su profesión. Fue entonces cuando conoció a Román, con quien inició un noviazgo que seis meses después se convirtió en matrimonio.

"El día que se te ocurra emborracharte, olvídate, te corro de la casa", decía María recién casada. Su esposo únicamente se reía mientras la veía embelesado por el amor.

Tres años después el escenario era muy distinto. María ya no soportaba más el control que su esposo ejercía sobre ella, pero lo tenía enfrente pidiéndole perdón por haberla aventado; le prometió que no volvería a suceder y juró que podría controlar el consumo de alcohol.

Pasaron dos años más y la familia -ya tenían a sus dos primeros bebés- viajó a una boda en un rancho del sur de Durango. Otra vez Román bebió en exceso, como había venido sucediendo en todos los meses anteriores en los que, realmente, poco había cambiado. María bailaba molesta con su esposo por el estado de embriaguez que traía. De pronto, en medio de toda la pista y del resto de los invitados, Román le empezó a reclamar porque supuestamente estaba viendo a otro hombre.

Sin aceptar explicaciones, Román se salió del salón y se fue en la camioneta en plena madrugada. María se sentó de nuevo junto con sus pequeños. La familia de Román se dio cuenta de todo y los llevaron a descansar a la casa de un hermano de él. Ya tenían rato dormidos, serían como las cinco de la mañana, cuando Román llegó a la casa y entró directo al cuarto donde estaba María. Una furia inexplicable le recorría el cuerpo y así de inexplicable fueron los primeros golpes que le dio a su esposa.

Primero fue una cachetada, luego otra más, después un puñetazo. María cayó. Siguieron las patadas, en el estómago, en las piernas, en la cabeza, en la cara, en el cuello. El hermano de Román despertó por los gritos de su cuñada y tuvo que meterse para controlar a su carnal. Sólo así dejó de golpearla.

María se quedó tirada un rato. Le dolía todo, más el alma que el cuerpo. También sangraba, no sabía ni de donde pero seguro que era el orgullo, la dignidad, el autoestima y el corazón. Las heridas le duraron varias semanas, el collarín lo trajo durante dos meses, pero las heridas al amor se quedaron indelebles.

Román volvió a llorarle a su esposa. Volvieron las promesas, las súplicas y volvió también el perdón.

enfermedad mortal

María estaba trastornada. Dormía poco y cuando lo hacía, soñaba con morirse para dejar de sufrir. 10 años después de haberse casado con Román, su vida era un tormento. Las palabras y las promesas estaban guardadas en el mismo cajón del buró del que Román sacó la pistola. Por eso se armó de valor para exigirle el divorcio en el mismo lugar donde ocho años antes su esposo la había aventado para que lo dejara salirse a pistear.

Después de apuntarle con la pistola, Román cerró la puerta por dentro y se guardó la llave en la bolsa del pantalón. María se metió en la recámara de los niños junto con su tercer hija, que tenía apenas unos meses de nacida. Esa noche no durmió. Se la pasó llorando los recuerdos de los momentos amargos sufridos durante su matrimonio y se reprochó por no limitar los celos de su esposo. Sobre todo por no alejarse desde que empezó la violencia física: aquel día que la aventó al piso. Pero es que Román fue tan convincente. Le rogó, entre lágrimas y sollozos, que lo perdonara, que no lo volvería a hacer, que le diera otra oportunidad, que no sabía lo que hacía, que iba a cambiar. Nada más lejano de su realidad.

A la mañana siguiente de que Román estuvo a punto de dispararle, María comenzó a tener pensamientos suicidas. Era tal su deseo de morirse, que empezó a planear las formas de quitarse la vida. Pero no quería irse sola, sus hijos la acompañarían.

Pensaba entonces en abrir las llaves de la estufa para liberar el gas y morir intoxicados; pero entonces la agobiaba el miedo a que ella no muriera y cargar con la culpa de la muerte de su hijo mayor y sus dos niñas. Luego llegaba la lucidez y desaparecían esos pensamientos.

Después llegó la idea de pensar en tomar a sus hijos y subirse a la camioneta mientras su marido estaba dormido de borracho, manejar por carretera hasta encontrar el barranco más profundo y por ahí lanzarse con todo y descendencia.

Una tarde, mientras lavaba los trastes de la comida, Jorge estaba chateando con una de sus compañeras de la primaria. El hijo mayor de María y Román escribió: "la vida no sirve para nada, mi familia es un desmadre. Quisiera morirme".

Al día siguiente, la mamá de la compañera de Jorge puso sobre aviso a María de la conversación de los niños. Ese día, Román se derrumbó. Sentado en el sillón de la misma sala que fue escenario de tantos problemas, descubrió los daños causados por el huracán de su obsesión.

-Pero, ¿por qué está así?- se atrevió a preguntar Román cuando María le comentó el problema de Jorge. Su mirada estaba perdida en el remordimiento y su cuerpo hundido en el sofá.

-Tú y yo sabemos por qué. Quiero que te vayas de la casa- dijo tajante María.

la luz

Tres meses después de estar separados, María recibió una llamada en la clínica. Era Román. El miedo le doblaba la voz y se escuchaba desesperado. Le pidió a su esposa que lo ayudara a internarse en un centro de rehabilitación; la mejor opción que encontraron fue Misión Korián.

A Román le permitían ver a su familia cada 15 días. Convivió con sus hijos y paulatinamente se fue apreciando un cambio en su personalidad. Pidió perdón por todo del daño del que ahora era consciente. Al mismo tiempo, María encontró el grupo de autoayuda Despertares, en Plaza Nazas, donde descubrió lo que era la codependencia: una enfermedad obsesiva, progresiva y mortal.

Comprendió que por eso soportó tantas cosas, por eso se aferró a seguir con Román a pesar de ser inmensamente infeliz. Entendió que a pesar de que se prometió nunca vivir al lado de un alcohólico, inconcientemente buscó a un hombre que tuviera los mismos problemas y patrones de conducta que su padre, o peores.

Además de que abrió los ojos para reconocer que tenía miedo de que su hijos crecieran alejados de la figura paterna, tal como le sucedió a ella en la infancia, aún al precio de someterlos a daños psicológicos involuntarios; principalmente a Jorge.

El grupo de autoayuda le permitió a María conocer casos similares o incluso más severos que el de ella. Entre todas las compañeras y cuatro años después, logró salir del grado de depresión y ansiedad que presentaba. Su esposo está rehabilitado. Para ambos, todos los días son una lucha y una enseñanza de que se puede vivir sin violencia.

secuelas

María se sirve el último trago de la Coca Cola de dieta que prueba lento para mitigar el calor primaveral. Durante toda la plática no se desprendió de la bolsa de mano; la puso en sus piernas y la sujetaba mientras recordaba cada pasaje de su vida. Casi es hora de ir a cubrir su turno en el Seguro.

-¿Cómo vive ahora María?,- le pregunto al notar que la conversación está por finalizar.

-Bien. Estamos tranquilos y mi esposo prácticamente es otro-, dice María.

-¿Aún quedan secuelas?

-Sí, claro. Hay miedo, hay enojo.

-¿A qué?

-Miedo a que mi esposo vuelva a tomar y enojo a que a mi hijo también le guste la cerveza.

Escrito en: Durango Violencia mujeres Román, María, esposo, durante

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