
Aquellos cines de la ciudad
ENRIQUE ARRIETA SILVA
EL SIGLO DE DURANGO
Los cines de mi infancia y juventud fueron El Imperio, El Victoria, El Principal, El Alameda, El Olímpico y El Durango, de los cuales conocí tanto las butacas de luneta como las de gayola.
El cine Imperio, abría sus puertas en la calle Constitución, entre Coronado y Gabino Barreda, el educador del Positivismo y no el que no entendía nada andando en la borrachera que era Gabino Barrera. Sus butacas de luneta eran individuales y de madera, pintadas de color gris o verde pálido. En la parte de arriba los asientos eran bancas largas de madera sin pintar y seguido uno tenía que alzar los pies para darle paso a las ratas de regular tamaño. Los sábados pasaban tres buenas películas en blanco y negro costando la entrada dos pesos y estudiantes con credencial un peso, por los que teníamos ese estatus de estudiante, la película nos salía a treinta y tres centavos y fracción. En gayola, un joven con un cajón de madera, se encargaba de vender golosinas recorriendo el lugar con el pregón de "dulces, chicles, chocolates."
El cine Victoria se encontraba en lo que es hoy el Teatro Victoria, cuya estructura es igual que ahora, pero notablemente mejorado. Respecto al Teatro Victoria hay la falsa creencia de que perteneció al conde de Zambrano, no siendo así, puesto que el teatro que fue de este rico personaje era el Coliseo, que si bien se encontraba en el mismo lugar fue derrumbado para construir otro que se inauguró en 1910 con el nombre de Teatro Victoria, con la actuación de la compañía de Virginia Fábregas. Los de gayola se divertían arrojando toda clase de objetos a los de luneta y en cierta ocasión cayó de las alturas una niña que para su fortuna lo hizo en los brazos de uno de luneta. El viernes 19 de mayo de 1950, parte del edificio se derrumbó, aproximadamente a las diez y media de la mañana, quedando al descubierto tres pisos de los pasillos, lo mismo que la cocina de las habitaciones; la escalera quedó cubierta de piedras y vigas, y los muros circulares presentaban una cuarteadura también circular, los pisos se desquebrajaron, una amalgama de vigas cubrió el suelo y todo era piedras y polvo; afortunadamente los muros permanecieron en pie y tanto el señor Manuel Amador gerente del cine, sus hijas, como su esposa y tres sirvientes se escaparon de morir. Los más audaces, en cuanto las luces se apagaban para empezar la función, se deslizaban por los postes de los pasillos desde gayola a luneta, o bien lo hacían pegando un brinco, hasta que uno le pegó el brinco a la sombra del lazo y fue a dar con toda su humanidad hasta el piso de abajo, quedando afectado de una pierna por el resto de sus días.
El cine Principal ocupaba el espacio de lo que es hoy el Teatro Ricardo Castro, que se empezó a construir en 1899, mismo que salvo algunas reformas se mantiene prácticamente igual, no obstante que sufrió un incendio que le ocasionó severos daños el domingo 24 de junio de 1952, incendió que consumió su techo y algo del interior, respetando su exterior. En sus funciones ya podía uno gozar de películas a colores, en cinemascope y en tercera dimensión. Para apreciar las películas en tercera dimensión le daban a uno lentes de cartón que tenían un lente como de celofán verde y uno rojo, siendo la visión tan real, que recuerdo que en la película el museo de cera me agaché cuando uno de los personajes arrojó una silla. Antes de convertirse en cine, fue escenario de importantes obras de teatro, así como de peleas de box y lucha libre. Ya en los años sesenta en la parte alta se celebraban tardeadas, particularmente con motivo de las elecciones estudiantiles de la Universidad Juárez. Valga decir, cuando el cine Principal se incendió, el señor Manuel Amador, se encontraba ocupando el cargo de gerente, ocupando las instalaciones de la planta alta como habitaciones y que al igual cuando el desastre del Victoria, ni él ni su familia resultaron con ningún daño. ¿Buena o mala suerte la del señor Amador? Algunos dirán que mala, pues en corto tiempo tuvo dos catástrofes. Yo digo que buena, ya que salir ileso de un derrumbe y de un incendio, no es cualquier cosa.
El cine Alameda se localizaba en la calle Madero enfrente de la libre Plazuela Baca Ortiz, siendo gerente por varios años el "Chito Niebla", quien había sido estudiante del Instituto Juárez y dirigente estudiantil, razón por la cual se mostraba generoso con nosotros y nos permitía la entrada gratis cuantas veces quisiéramos, bastando con que le dijéramos al encargado de recoger los boletos que íbamos con el Chito.
El cine Durango se levantó en la esquina de Victoria y Aquiles Serdán, con instalaciones más modernas, costando la entrada, según recuerdo, cinco pesos. Algunos malosos encabezados por "El Palillo" enredaban con las cortinas de la entrada a la sala a los que les caían mal y los tundían como costales de box.
El Olímpico, se localizaba en la calle Canelas, cerca de la calle Zarco. En luneta había sillas de madera plegables y en balcón tablas largas de madera estilo circo. Alternaba las funciones de cine con las funciones de lucha. Allí se dieron costalazos y piquetes de ojos El Santo, Blue Demon, Black Shadow, El Cavernario Galindo, El Médico Asesino, El cavernario Galindo, Dorrell Dixon, Sugi Sito, El Copetes Guajardo, Gori Guerrero, Enrique Yánez, La Tonina Jackson, El Vampiro Velázquez entre otras estrellas del pancracio.
En la banqueta del cine Victoria en pequeñas mesas y bancos señoras y señores ofrecían sus mercancías a los cinéfilos consistentes en cacahuates, semillas, trozos de tortillla guisados acompañados de verdura, duros y tortas de cueritos, patas y orejas de cerdo anunciadas con un mechero encendido. La mercancía más popular eran las semillas.
En los cines Principal, Alameda y Durango, las dulcerías estaban bien equipadas, destacando las palomitas, los chocolates y las holandesas que eran unos pequeños helados de vainilla cubiertos de chocolate envueltos en papel celofán que costaban cincuenta centavos. Nosotros, estudiantes que también éramos conocidos como estudihambres, a veces podíamos comprar algo o bien nos limitábamos a observar los aparadores como Charles Chaplin veía en sus famosas películas a los pollos rostizados tan cerca de su vista y tan lejos de su bolsillo.
En todos los cines había acomodadores, llamados así porque con lámpara en mano lo conducían a uno hasta los asientos que estaban desocupados mediante la consabida propina. Este servicio era de gran utilidad, más cuando iba uno con la novia, dado que se entraba a la sala rodeado de oscuridad impenetrable y de no ser por los acomodadores, se tenía que esperar algún momento para poder acostumbrarse a la penumbra y llevando novia no era cuestión de esperarse, porque había urgencia de besuquearla o de darle sus picoretes, como dirían los cuentos de los Burrón.
El piso de los cines, particularmente el de los Imperio y Victoria, quedaban cubiertos por una alfombra de cascaras de semillas y de piñones.
Ir al cine los domingos prácticamente era obligatorio. El estreno de una película era bastante esperado y concurrido, no se diga si la película era de Cantinflas o de Tin Tán, lo que no sucede ahora.
Los novios competían con los besos que se daban las estrellas en la película, y no pocas veces eran de mayor calidad y duración los de los novios.
Muy concurridas eran las funciones de matiné los domingos por la mañana.
Después vendrían El Dorado 70, en el que un grupo de jóvenes ultraderechistas quemarían las cortinas en protesta por el estreno de Jesucristo Super Estrella; El Insurgentes con sus películas XXX, el Silvestre Revueltas y otros, hasta llegar a las actuales salas de cines de reducidas dimensiones, pero esos ya no están dentro de las coordenadas de mis mocedades.
Atrás, muy atrás, quedaron la permanencia voluntaria y el grito de ¡cácarooo...!