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PONGA LA BASURA EN SU LUGAR MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA

MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA

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PONGA LA BASURA EN SU LUGAR MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA

ATENEA CRUZ

A raíz de mi reciente cambio de lugar de residencia, padecí en carne propia las consecuencias de un de los hábitos más desagradables y nocivos que hay desarrollado el Hombre: la acumulación de cosas materiales. Algunos psicoanalistas afirman que los acumuladores están incapacitados emocionalmente para desprenderse de objetos que les crean una ilusión de seguridad. Todos hemos pasado por alguna etapa en la que nos es imposible separarnos de algo, cuya ausencia nos hace sentir prácticamente mutilados: un juguete, una prenda de ropa, un libro, una pieza de joyería, incluso, en muchos casos actuales, el teléfono celular.

Con o sin justificaciones psicológicas de por medio, que la tiñen de una glamorosa aura de locura trágica, lo cierto es que la acumulación de objetos inservibles es uno de los deportes nacionales predilectos. Paradójicamente, aunque el mexicano promedio no se caracteriza por ser previsor -baste recordar las inundaciones que destruyen ciudades de forma periódica, o las penurias invernales en los estados del norte, o la consabida cuesta de enero-, el grueso de las viviendas del país están llenas de chácharas cuya única función evidente es la de ser criadero de viudas negras, alacranes y mosquitos transmisores del dengue.

Hace unos días, mientras almorzaba con un grupo de amigos, se me ocurrió lamentarme de lo pesada que me estaba resultando la mudanza a causa de la enorme cantidad de basura que, sin darme cuenta, había ido almacenando a lo largo de cinco años. Dejando aparte la bien conocida afición de los escritores por coleccionar libros y manuscritos (propios o ajenos), me pareció vergonzante que un departamentito habitado por una persona y un perro requiriera de siete viajes de carga en una camioneta para vaciarse por completo. El problema, por supuesto, no eran los cuatro libreros, dos escritorios, trece cajas de libros, siete diferentes tipos de sartenes (disfruto cocinar, me gusta contar con el instrumental adecuado); sino la abundancia de cosas estúpidas: tuppers sin tapaderas, tapaderas sin tuppers, espejitos de bolsillo rotos, ropa que ya no me quedaba bien y otra que no volvería a usar aunque me quedara, maquillaje cuyo uso sería cuestionado por un dermatólogo, ensayos de la licenciatura de los que me sentía orgullosa y otros que resultaban memorables por su ínfima calidad, toneladas de papel para reciclaje...

La lista se hubiera alargado ad libitum, de no ser porque, sin quererlo di pie a una especie de competición entre los comensales para ver quién protagonizaba la historia más extrema de acumulación. Se comentó el caso de un vecino que coleccionaba periódicos con tal diligencia que se había visto obligado a rentar una casa sólo para guardarlos. También salió a colación el caso de cierta maestra ya jubilada que seguía recolectando corcholatas, tubos de papel de baño, tapas de suavizante, como si todavía tuviera que enseñar a identificar unidades, decenas y centenas. Yo no perdí la ocasión para confesar en público que tengo una manía por guardar revistas de moda con suma devoción, como si de tomos de enciclopedia se tratase. Pero, en definitiva, el primer puesto se lo llevó el progenitor de un amigo, que adquiere sin discriminación alguna cualquier cosa que le vendan, por ejemplo, piedras comunes y corrientes, o el cráneo semi-momificado de un gato. Hubo un momento en el que casi nos sentimos tentados a crear un grupo de autoayuda.

Luego de una serie de testimonios que rayaban en tragicomedia, establecimos una tipificación de situaciones cotidianas de acumulación. Entre las mujeres, por ejemplo, se da el popular caso de guardar ropa (nueva o no) "para cuando baje de peso", "por si vuelve a estar de moda" o "por si tengo que dar un regalo". Entre los hombres se acostumbra guardar jerseys deportivos reducidos a hilachas, calcetines sin su respectivo par, botellas de bebidas alcohólicas. La mayor parte de los padres, madres y abuelas que conozco está impedida genéticamente para deshacerse de figurillas de porcelana desportilladas, fotografías de parientes que nadie es capaz de identificar, llaves de casas anteriores, escaleras oxidadas, licuadoras, televisores y toda clase de electrodomésticos cuya reparación sería más cara que adquirir uno nuevo.

Subiendo un escalón en la pirámide social, todo techo de la típica familia mexicana ostenta uno o más de los siguientes elementos: arena y ladrillos sobrantes de la última modificación del hogar (lo cual se traduce en que la lluvia se trasmine en verano), un rollo de alambre oxidado o en su defecto varillas, botellas de refresco/cerveza con arañas en su interior, una antena parabólica en desuso, sillas/mesas dañadas, botes y una escoba. Quien se atreva a negarlo miente o sufre de un trastorno de limpieza compulsiva.

Acordes a nuestra naturaleza chingativa (consúltese "El laberinto de la soledad", de Octavio Paz), el mexicano se siente merecedor de escarnio si no le saca el máximo provecho a todo lo que adquiere. Si a esto se le suma las numerosas crisis por las que hemos venido atravesando desde hace tanto tiempo y el frenesí consumista imperante, podría justificarse esta actitud de franco terror a sentirse desposeído. Pero tampoco hay que olvidar que en todos los rubros de la vida hay niveles. Así pues, no es lo mismo desechar el frasco de champú hasta haberle exprimido la última gota, que guardar las tapas de los garrafones de agua "por si después sacan una promoción". Engañar al vacío es un asunto que ha preocupado a la humanidad desde sus inicios, sin embargo, quizá nos sentiríamos más cómodos si aprendiésemos a discernir entre lo que merece un lugar en nuestra vida y lo que, además de estorbar, propicia suciedad. Por supuesto, esto también aplica en materia espiritual, emocional y demás ondas New Age que nos acomoden.

Admito que no fue fácil tirar a la basura la lata salmón vacía que hace cuatro años un ex novio me llevó a la escuela como merienda. Pero vaya que me tranquilizó ahorrarme unos cuantos miles de pesos (de los que no disponía) en un tráiler de mudanza. Y, por qué no decirlo, también fue harto liberador constatar que lo esencial, como reza un sabio libro, es invisible a los ojos (y no necesita embalaje).

Escrito en: MISTERIOS DE LA VIDA DIARIA guardar, cuya, "por, caso

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