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ESCRIBIR Y COCINAR SOPA DE LETRAS SHAMIR NAZER

ESCRIBIR Y COCINAR SOPA DE LETRAS SHAMIR NAZER

ESCRIBIR Y COCINAR SOPA DE LETRAS SHAMIR NAZER

Hoy hice sopa de letras. Una sopa de esas que vienen en sobre, ya con todos los ingredientes pulverizados y se hacen prácticamente solas. Aquello invariablemente está listo en diez minutos o menos.

Uno de los más sentidos recuerdos de mi infancia consiste en aquella pesada pila que hacían los libros de cocina de mi mamá arriba del gabinete. Forrados cuidadosamente todos con hule transparente, de colores distintos, punteados por el impertinente descanso de las moscas, algunos. Recuerdo que uno se intitulaba «Y la comida se hizo... ¡rápido!». ¡Rápido!, como nos lo exige ya la postmodernidad, en casi todos los aspectos de la vida.

Ojalá escribir fuera así de rápido, así de sencillo, me digo al vaciar el contenido de la sopa en el agua hirviendo; pero ciertamente, un artículo como este -por muy postmoderno que resulte- tarda un poco más de diez minutos en cocerse.

En la escritura no sólo hay escritura; escribir no es el acto llano de redactar las palabras de un texto; un texto se trabaja y se pule cuidadosamente, y aunque a la hora de la hora el lector pueda realizar una lectura de corrido, son invisibles las pausas a las que estuvo expuesto el escritor al escribirlo. Un texto que fácilmente se lee en tres minutos, se escribe las veces, en cuarenta. Hay libros que se leen en una semana y tomó hasta catorce años escribirlos.(Un texto y las correlaciones que tiende entre lector y escritor, ilustran de buena manera cuán relativo es el tiempo).

La escritura lleva implícitos un sinfín de rumiares cerebrales en los que el escritor duda, cavila, ordena razonamientos, pierde el hilo de alguna idea, relee una, dos, tres veces lo ya escrito, corrige. Pero no todas las interrupciones son de índole reflexiva. En los últimos diez minutos, por ejemplo, ya callé tres veces a mi perro que ladraba escandalosamente a los ruidos de la calle, contesté una llamada, y me levanté para sacar la basura porque la campana del camión me recordó de pronto que no lo había hecho.

Me levanté tan aprisa que incluso he dejado una frase trunca, dejé a medias una idea y ahora ya no logro recordar lo que estaba por escribir: «Ese es el tiempo», dice la frase que dejé inconclusa más arriba. Pero ya no sé de qué era «ese tiempo» al que me refería. Si no me hubiera levantado a sacar la basura, este texto sería otro, seguramente. Tal es la importancia de las pausas y las interrupciones en la escritura. La escritura es un ejercicio de sustitución continua; un delicioso acto de improvisación.

A menudo, mientras cocino, (no siempre; y no siempre sopas instantáneas), aprovecho para escuchar música, conferencias, o para pensar en las cuestiones más diversas. Esta vez, mientras le daba sus lentas vueltas a la sopa con el cucharón, pensaba en el nombre que habría de darle a esta columna que inicio. Descarté un montón. A decir verdad, llevo varios días sin dar con el nombre preciso; éste tenía que comulgar con el espíritu de los temas a tratar, al mismo tiempo que abarcar todas las divagaciones futuras que pudieran poblarme.

Fue hasta que levanté el humeante cucharón lleno de sopa, lleno de letras amontonadas, reunidas de la manera más desordenada y fortuita -PDJCOWIUQSAJUBVYDC- que cobré consciencia de que la cocina y la escritura son hasta cierto punto actividades afines. Entre otras cosas, ambas aspiran a ordenar, en alguna medida, el caos que nos rodea, en transformar ese desorden inefable, ese montón de ingredientes sueltos, sin-ton-ni-son, en algo comestible, legible, asimilable.

Escrito en: sopa, texto, escritura, levanté

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