
SOPA DE LETRAS
Existe un gran riesgo en afirmar que la cultura se puede comunicar, la cultura no es algo que se comunique, sino que la cultura se vive o se construye, nos dice Salvador Elizondo en su ensayo 'La cultura como bien de consumo'. Esta frase de Salvador me hace recordar esa máxima de Lavoisier que desde secundaria, entre vasos de precipitado y mecheros de Bunsen, muchos aprendimos como un mantra: La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Ampliando el sentido en la declaración de Elizondo, podríamos decir que la cultura no es algo que pueda transmitirse a través de esos grandes aparatos de 'marketing' como en los que se comercializan desde chicles, hasta autos último modelo; la cultura no es un consumible más que se adquiere, se emplea y se desecha.
El cometido de la cultura apela a otra dinámica del espíritu que no es el consumo llano. La adquisición idónea de cultura es ciertamente un proceso complejo, que sin embargo depende de un factor fundamental: la voluntad que los individuos tienen de interesarse y apropiarse de ella. En el entendido de que la cultura es no sólo un conjunto de conocimientos (artísticos, científicos, prácticos, históricos), sino también en la dinámica social en la que se instala.
La cultura no es algo que se adscribe únicamente a las actividades de los institutos culturales. Se trata de un proceso a la vez particularizado y colectivo en el que el individuo, es decir, tú y yo, lector, así como las personas que nos rodean, con las que tenemos contacto día a día, participa en todo momento.
"Los pueblos participan de su desarrollo sólo en la medida en la que la cultura misma dentro de la que se van inscribiendo los inspira y los hace proseguir", dice Elizondo más adelante en el mismo ensayo.
En cierto grado yo le doy la razón a aquellos que afirman que "cultura es todo". Nacemos insertos en una dinámica de características particulares, heredamos por defecto un paquete de conocimientos específicos, y heredamos también esa otra cosa que por obvia resulta casi imperceptible pero que es acaso la manifestación más potente de la cultura que poseemos: el lenguaje.
En un texto breve y magistral, José Revueltas sintetiza las posibilidades que tiene el individuo de construir y adueñarse de sus propios procesos culturales, es decir de sus propias circunstancias, es decir, de su propia vida:
"Somos contingentes. Estamos por suceder en todas las direcciones que se contienen dentro de nuestra circunstancia, dentro de este acontecer en el que estamos aconteciendo."
La de Revueltas me parece una propuesta renovadora del espíritu, y es a la vez una exhortación a la apropiación de la cultura.
¿En qué medida podemos ser dueños de esa circunstancia que nos contiene; esa circunstancia en la que estamos aconteciendo (que puede ser adversa) a la que se refiere Revueltas? En la medida en que nos apropiamos del lenguaje. Filósofos como Wittgenstein y poetas como José Emilio Pacheco rescatan esta idea: los límites del lenguaje, son los límites del pensamiento (y de la acción).
Por mucho tiempo, los libros han estado asociados a una idea de la inmovilidad, del estatismo y el falso aburrimiento que implica detenerse a leerlos, cuando su propia existencia en el mundo significa todo lo contrario: el movimiento.
De ahí que a lo largo de la historia algunos regímenes anquilosados en el poder, o en el afán de perpetuarse en él, emprendan acciones contrarias al movimiento como la proscripción, la persecución y hasta la quema a destajo de miles de libros. ¿Acaso estos regímenes no estarían enterados que la cultura (y las ideas) como la energía, no se crea ni se destruye?
¡Los libros, esos modestos empaques de la cultura, el movimiento y la vida!