
La posada del caballo del alba
'Hay que volar por encima de todo. La vida estalla dentro de Leonora [...] Dragones de dedos largos y serpientes monstruosas con hocicos de jabalí podrían desgarrar su piel, que ella seguiría adelante'.
En enero de 2015 entré a un edificio oscuro y mágico en Madrid, en una callecita cerca de Plaza España, para pedirle a una tal Miss Bijoux -nombre que me parecía de hechicera- que diseñara dos collares para mí: el primero, con mi frase favorita de mi capítulo favorito de 'Di su nombre'; el segundo, un medallón de dos caras: por un lado, una de las fotografías icónicas de Max Ernst y Leonora Carrington, tomada por Lee Miller. Por el otro, la imagen de 'The inn of the dawn horse', traducido normalmente como 'La posada del caballo del alba', el autorretrato de Leonora, pintado a sus 23 años, propiedad del MET de Nueva York, que deseaba que, por su simbolismo potente, me sirviera como guía y amuleto.
Ese día de enero de 2015, cuando atravesé la puerta pesada del edificio de Miss Bijoux, envuelta en bufandas, con el cabello infinitamente despeinado y cargando libros sobre el barroco novohispano, yo también tenía 23 años.
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La primera vez que vi 'Las Meninas' acababa de cumplir 23. Era uno de esos días en Madrid en los que todo se vuelve blanco y no hay fronteras claras entre la Gran Vía y el cielo. Mi madre y yo llegamos exhaustas y tiritando al Prado. Ella viajaba de vuelta a México esa noche y yo estaba aterrada, así que por primera y única vez en mi vida no quería hacer algo sola. Quería ver 'Las Meninas' acompañada.
Espero que el recuerdo de mi primera vez entrando a la sala 12 del Museo del Prado no se borre nunca.
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A las 'Pinturas Negras' de Goya llegué con mi papá, porque quería ver 'Saturno devorando a su hijo'. Yo había pasado ya casi un año en Madrid y nunca había conseguido encontrar la sala entre los pasillos laberínticos del museo.
Las imágenes de Goya fueron tan potentes que sólo pude sentarme en una de las bancas dispuestas en el centro de la sala, para tratar de absorberlo todo. Sentí que había caído, de golpe y sin intención de regresar, en el mismo ritual que colgaba frente a mí en 'Las Parcas (Átropos)'.
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Hay algo increíblemente poderoso en el momento en que te enfrentas por primera vez a una obra de arte. García Márquez escribió sobre la primera vez que leyó a Juan Rulfo y José Saramago sobre su primer contacto con 'Cien años de soledad':
'necesitaba [...] aprender a manejar la brújula con la que tenía la esperanza de orientarme en las veredas del mundo nuevo que se presentaba a mis ojos'. En uno de los textos que desearía haber escrito yo, Rodrigo Fresán narró la retrospectiva que el Prado presentó sobre Francis Bacon: 'me pregunto si todos esos cuadros se dejarán descolgar de todas esas paredes sin resistirse, sin exorcismo previo, sin aferrarse con uñas y dientes, sin lanzar alaridos asustando a majas y a meninas y a reyes y reinas'.
Y pienso ahora que, a diferencia de muchos otros momentos que nos marcan la vida, es fácil reconocer ese primer instante de maravilla, y respirarlo, estirarlo, para que no escape tan rápido.
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Algunas primeras veces plásticas:
'La huida' de Remedios Varo me pareció la perfecta definición de amor.
'Arlequín' de Picasso.
'Árboles solitarios y árboles conyugales' de Max Ernst -recuerdo, especialmente, nuestro encuentro inesperado en un rinconcito del Thyssen-.
He llorado frente a todos, por algo que no puedo explicar.
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Regresé al mismo edificio mágico de Miss Bijoux a recoger mi amuleto dos semanas después. 'La posada del cabello del alba' viajó conmigo desde entonces y me enseñó -en una fórmula que después seguirían mis tatuajes- a ser valiente, a no tener miedo a decidir, por más sísmicas -en palabras de Joanna Moorhead- que fueran las consecuencias. A enfrentarme a los dragones y seguir adelante. El 20 de abril desperté sin saber que vería por primera vez en vivo el cuadro. Y por supuesto, lloré, porque necesitaba la señal.
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@SNGCalderon