
En la reverberación del sol
¿Cuándo fue? ¿En 1972 o en el 73? Sí, porque yo andaba por los doce años. Ya había pasado el mundial de futbol en México, y cursaba el quinto de primaria. De tanto cambio de casa y de escuela me había retrasado algo. En las vacaciones de julio mi padre nos llevaba a sembrar maíz, a varias horas adentro de la carretera pavimentada. Ahora me doy cuenta que no estábamos mal: Teníamos una camioneta casi nueva, de tres toneladas, amarilla clara -que llevaba en el cofre el nombre de "Chacha" por mi hermana Luz María- y también un tractorcito John Dere. Leo ahora, cincuenta años después (el tiempo no se cansa nunca de correr) el libro "Plantas medicinales del estado de Durango y otras zonas aledañas" (Prosima-IPN, 2004-2013) y ahí me encontré con el motivo de estos viejos recuerdos. Junto a las páginas que describen las características del yerbanís, el gordolobo y el orégano, entre tantas otras hierbas curativas, fui a dar con una amiga muy querida, la salvilla. A esas matas cenicientas y silvestres muy probablemente les debo la vida.
Ojalá no se tarde mi papá. "Voy a Las Minitas a comprar víveres. Te dejo la pistola por lo que haga falta. Si acercan los coyotes asústalos con uno o dos balazos, pero no los mates. Con eso tienen. Me llevo el rifle. Lo más seguro es que regrese hasta mañana". El mezquite da buena sombra y por la noche me meto a la camioneta. Todavía queda algo de alfajor de coco y otras cosas.
Era una llanura grande, con las parcelas cercadas en cuadros con alambre púas. Teníamos una de las mejores del ejido, abarcaba varias hectáreas y le entraban bien los discos del arado, lo que hablaba de la buena tierra, aunque también tenía muchas piedras grandes y alargadas, de caliche, decían los lugareños, acumuladas sobre todo en una de las cabeceras del predio.
En la casa no me la comería. Pero acá hasta me sabe bien. La portola de sardinas con galletas saladas y chile, tomate y cebolla, si es que hay. Aquí no se consigue nada. No es como en Durango. Cuando regrese lo primero que voy a pedir es un rompope de los de 5 de febrero. No tardarán mis amigos en salir a jugar. Yo andaría con ellos, para luego irnos al club que hicimos en el lote baldío, y aplastar muchos alacranes del aserradero.
En esta soledad a lo lejos todo tiembla. Los huizaches y los cerros veteados de verde y de negro. Los grandes peñascos son colorados. Para donde se mire hay movimiento. Hilitos transparentes que se levantan. Es la reverberación del sol.
No obstante las tinieblas, algunas luces persistían. Decían que una moribunda lucecita que se veía a varios kilómetros era un foco del alumbrado público de Peñón Blanco. De un poste en el callejón de una colina de la población. Por eso se alcazaba apenas a divisar. También a la distancia eran visibles los tractores que trabajaban los tres turnos. No estaban cerca
No habían pasado dos horas de la comida cuando me empecé a sentir muy mal. Sudaba y los dolores de estómago se hacían cada vez más fuertes. No había ninguna medicina en las bolsas que traíamos. En cierto momento comenzaron los mareos y las náuseas. Salí de la camioneta y apenas pude avanzar un poco para vomitar. Hincado, agarraba puños de tierra de desesperación. Estaba más solo que nunca. Eso parecía. Pero por la urgencia me acordé de Mingo Sariñana, nuestro vecino de parcela. Me volví a levantar y empecé a sonar el claxon de la camioneta. No me oían, hasta que la niña de Mingo, que tendría unos nueve años, volteó para ver lo que ocurría. Poco después se asomó su padre y fue entonces que me vieron haciendo señas insistentes de que se acercaran.
-¿Qué le pasó güerito?
-Yo... creo... que fue la comida... Me cayó mal.
Mingo se dio cuenta de la lata de sardinas vacía.
-Estas porquerías. A ver, mija, busque tantita agua.
En unos minutos vació los residuos de café de la jarrilla de peltre y la colocó de nuevo en las brasas de la mañana. Yo estaba doblado sobre un zarape, inmóvil por las dolencias insoportables.
-Échele aquellos cartones a la lumbre,- le dijo Mingo a la niña. Mientras traigo una rama seca y la salvilla. Pa mí que se intoicicó.
No tardó mucho. La planta estaba a la mano por toda la colina metros abajo. Le echó la hierba a la jarrilla y unas boñigas de vaca a la lumbre. Mientras hervía la bebida, me dijo:
-Haga otro esfuerzo y aviente todo lo que traiga adentro, aunque le duela. Ya verá cómo se compone pronto. Ha de haber estado panzona la portola, echada a perder, y usté ni cuenta se dio.
Tuvieron el corazón de quedarse conmigo toda la noche. Los tres nos quedamos a cielo abierto. Ellos aprovecharon las cobijas de mi padre. La niña se quedó dormida como a las ocho y Mingo se la pasó levantándose a cada rato, según como yo me iba mejorando. Ya de madrugada me empecé a aliviar, aunque sentía como si me hubieran apaleado por todas partes. Me había tomado dos jarrillas del té de salvilla, bien caliente, con ese aroma tan agradable y reconstituyente que suelta el espíritu de la planta. No quise probar nada en todo el día. Todo me daba asco, menos el sabor de la salvilla. Más tarde me comí algunas galletas. Empezó a llover y me refugié en la camioneta. "Cuídate de los rayos y de las víboras", me acordaba. Como a las seis volvió a salir el sol. Muy débil, me asomé otra vez al campo, y percibí las fragancias de los huizaches perfumando la llanura. Me recargué en una de las redilas de la "Chacha". Me sentía liviano... como cuando salía de la iglesia. Entonces pude ver en el horizonte la delgada rayita del camino. Se acercaba lentamente un hombre con sombrero vaquero, a caballo, con el impermeable brillante por la llovizna. Subía en el crepúsculo de un azul recién lavado. Amarrados con las correas de la montura, traía un rifle y unas cajitas de víveres.