
Apuntes para una novela imposible
Cerca de la casa hay un parquecito. Lo circunda una pista de tierra aplanada que tal vez llegue a medir unos doscientos cincuenta metros, aunque cuando no traigo muchas fuerzas se me hacen más grandes los círculos; sin embargo, trato de cumplir casi siempre con la cuota voluntaria: diez vueltas cada tercer día. Digo casi porque hay que descontar cuando no se puede. Amaneces enfermo, o llueve o hace frío o se desata un viento fuerte. Estamos a finales de septiembre, el único mes del año que vive entre dos colores muy bien definidos: el verde que se va y el dorado que ya viene. No deja de llamarme la atención un gran álamo en medio de una ladera, la alfombra de zacate más bonita del lugar.
Me gusta caminar. Siempre me gustó, por eso -decían en mi familia- nunca subía de peso. Pero un día todo cambió; me compré un cochecito y se me juntaron todos los kilos que había ahorrado. Cuando camino siento que pienso mejor las cosas. Eso digo. El cansancio creciente te va llevando a la tranquilidad, así que si cargas una fuerte tensión emocional, el cuerpo la va eliminando, como si se tratara de desechar gramos mentales.
Hoy es domingo de béisbol de las Grandes Ligas. Eso me pone de buenas, me compré mis palomitas y mis Doritos con chile, y mi Coca ligth, por supuesto, "No comas mucho, José, luego andas buscando el carbonato a medianoche". A lo mejor así echo a perder lo caminado, no dejo de aceptarlo. Veo los dos partidos que pasan por televisión, que sumados nos dan como unas seis horas. Mucho para estar sentado. Este día solamente hubo un partido entre los Dodgers y los Rockies de Colorado. De todas maneras es algo de tiempo. Cuando esto sucede, no me gana ningún pretexto para antes salir a la caminata, con las excepciones que señalé. Ya sentado cómodamente no tengo así ningún sentimiento de culpa, porque ya completé los dos y medio kilómetros que me tocaban. No me olvidé del bloqueador solar ni de la cachucha de Los Cardenales de San Luis, el equipo al que le voy desde los años ochentas.
Hacía un viento fresco y suave. Olía a fin de semana, sin el agobio de tantos carros. Cuando llegué, tres niñas como de nueve años se bañaban en un chorro alto que regaba el jardín. Una bonita estampa. Sus risas infantiles alegraban las once de la mañana. Me vieron que tomé la pista y siguieron jugando con el agua, despreocupadas por el nuevo visitante. Las ramas colgantes del sauz llorón todavía estaban llenas de color.
Comencé despacio, como aconsejan, para que se calienten los músculos gradualmente; luego de la quinta vuelta acelero un poco, y en la nueve vuelvo a bajar el ritmo.
A mí me gusta escribir, sin ton ni son. Yo creo que me viene este hábito de una tía que llenaba diarios y libretas apuntando todo, decían que desde muchacha. Han de haber sido muy pocos los días en que no tomó la pluma y el papel. Y es que todo le parecía interesante, no nada más las celebraciones especiales como la boda de algún familiar -ella nunca se casó ni tuvo hijos-, sino que tomaba nota hasta de un pleito en la frutería por los precios altos del queso o las manzanas, e incluso lo que le había dolido la inyección en el consultorio de la dentista. «Mi hermana ya llenó su clóset de cachivaches», decía mi padre, sonriendo. Yo no llego a tanto, pero está claro que mi tía Gloria me heredó esa costumbre. Cuando murió querían tirar todos sus papeles a la basura. Yo los rescaté para publicar un libro que llevaría por título "De los escritos de la tía Gloria", cosa que tampoco he logrado hacer.
Cuando había dado dos vueltas, de pronto se empezaron a caer las hojas de los árboles. Me pegaron algunas en la cara y me dieron más vida, como si ellas supieran que yo también era parte de la naturaleza. Cuando uno va al parque o al campo, y mira un lago y con suerte una cascada, regresamos a ser aquellos hombres primitivos que estaban bien integrados a su medio ambiente. Al resbalar la corriente de un río por el lecho de piedras, recordamos entonces una música que viene de la prehistoria: el cantar del agua de la tierra prometida.
Lo de la novela ya venía desde antes, como dije. Cuando salía del cine, alucinado, como si saliera de un mundo encantado, me oía hablar en voz baja: ¡Qué bonito ha de ser escribir una historia que emocione o sorprenda a los demás!
Había completado seis vueltas. El sol brillaba cada vez más. Un automóvil rojo, muy bonito, nuevo, se metió de repente debajo del sauz llorón. Los novios duraron unos minutos dándose besos, entre esos juegos con pleitos y discusiones que ahora son tan frecuentes entre los jóvenes. Gritan, se enojan, y vuelven a besarse. Uno siente que de un momento a otro cada uno se va a ir por su lado, para no hablarse en días, y de repente ella lo obliga a quedarse, entre las risas de los dos. No sé si eso es mejor o peor que como acostumbrábamos en mi época, pero sí es muy diferente.
¿Cómo contaría mi historia? Aquí empiezan los problemas. Ya no tengo ni fuerzas ni edad para andar investigando los detalles de lo sucedido. Tendría que hablar personalmente con Salvador o con Paulina, la muchacha sobreviviente, para, con esa base en la realidad, empezar a darle forma a mi novela. Las autoridades oficiales podrían ayudar con más información, pero mi plan no iría por esa ruta. Con lo poco que dice la nota del periódico podría imaginar mi relato, aunque no fuera la mera verdad de la tragedia. ¿Cuál verdad? Todos la contamos a nuestra manera, ¿a poco no? Un día nos robaron en la ferretera. Cada uno de los testigos tenía su propia versión. La policía se hizo bolas. No es fácil unir la variedad de opiniones. Además, si lleno yo mismo los espacios vacíos tengo mucha más libertad. Puedo ir cambiando de la pasión, a la soledad, de la alegría al horror, y abriéndome algo más a los antecedentes de estos personajes: ¿Cuándo se conocieron Natalia y Paulina?, ¿Cómo fueron sus infancias? ¿En qué gastaban su dinero? ¿Tenían pareja? ¿Y sus padres? ¿Quiénes y cómo son? El caso de Salvador me parece ahorita que puede ser el centro de la historia. ¿Cómo y con quién vivía? ¿Nada más se dedicaba a enamorar mujeres? ¿Quién ha dicho eso, el maistro Rodríguez, nada más por chismear o por envidia? ¿No es la sociedad lo que nos ha llevado a tal degradación? Tampoco es cosa de ponerse a sermonear, porque el relato se nos va por el tubo del drenaje, pero es que finalmente una vida es una vida, no debemos olvidarlo. Y aquí se perdió la de casi una niña. Eso es muy conmovedor y doloroso. ¿Es un retrato de la perdición? ¿O solamente un episodio terrible que se repite infinitamente desde que el mundo es mundo? Esa sería una de las claves de mi relato.
Ganaron los Dodgers 2 a 1, y siguen rumbo a la Serie Mundial. Me bañé y me puse a pasar mis escritos en la libreta nueva. Me siento relajado por las diez vueltas de la mañana, como animado en una fatiga feliz. ¿Servirán estas páginas que estoy escribiendo, me digo ahora, mientras avanza la noche sin lluvia y sin grillos, como la entrada a esa novela imposible?