
CARI?OTERAPIA POR: VANESSA BARD?N PUENTE
Hay miedos que nacen de lo grande: los abismos, los monstruos, lo desconocido... Hay quienes tiemblan ante las alturas, ante los payasos... yo, en cambio, temo a algo mucho peor: esas diminutas criaturas que corren en la oscuridad, mi infierno personal tiene bigotes, ojos diminutos y se desliza entre las sombras, se esconde en lo pequeño. Respira, se mueve rápido... y responde al nombre de ratón.
Sí, esos seres diminutos, peludos y veloces que, por alguna razón mi mente racional no comprende, activan en mí pánico puro, algo dentro de mí se congela, como si mi instinto ancestral reconociera un enemigo antiguo y despiadado. Su simple existencia me desarma, me encoge el alma, me recuerda que el miedo no siempre necesita un monstruo grande para ser real. Mi relación con los ratones es simple: yo grito, ellos corren y todos nos alteramos.
La casa está en calma, demasiada calma... Solo el tic-tac del reloj y el zumbido lejano del refrigerador rompen el silencio. Hasta que... cric-cric, ese "cric-cric" sospechoso detrás del mueble, un sonido mínimo, casi inocente...
Pero en mi cerebro, es el grito de Hitchcock mezclado con la música de Psicosis, una orquesta del terror tocando directo dentro de mi cráneo. La piel se me eriza. Los músculos se tensan. Mi respiración se vuelve un sonido jadeo... pausa... jadeo. El corazón golpea tan fuerte que parece querer escapar del pecho, ruge como si intentara escapar de la escena antes que yo, cada latido retumba como un golpe seco en una habitación vacía, recordándome que estoy viva... y acorralada. Mi corazón no late, martillea. Es un tambor de guerra que anuncia la llegada del enemigo, vibrando tan fuerte que podría romper el silencio de toda la casa.
Y ahí está...Un destello gris, una sombra minúscula que cruza el pasillo con la velocidad de un demonio con bigotes. En ese instante, mi alma abandona el cuerpo. Siento cómo las piernas se congelan, los pies se despegan del suelo y, sin pensarlo, salto a la silla más cercana como si la vida dependiera de eso (porque, claramente, depende).
El ratón desaparece... Pero yo sé que él sabe que yo sé. Y eso lo hace más peligroso. Porque ahora el silencio tiene ojos, y cada sombra parece respirarme en la nuca. No lo veo, pero lo siento... esperando, tramando, burlándose. Y en esa guerra de miradas que no se cruzan, la casa se convierte en un campo de batalla invisible. Cada rincón puede ser una emboscada, cada ruido, una amenaza. Él es pequeño, sí... pero yo soy la que tiembla. Yo, la dueña de casa aterrorizada con una escoba en la mano y la dignidad en ruinas.
"Tranquila, no pasa nada", me repito mientras mis ojos hacen un escaneo militar del piso. Mi mente científica intenta hablar: "Solo es un animalito indefenso, probablemente asustado." Pero mi cuerpo está en otro canal: "¡Apocalipsis roedor en curso! ¡Sálvese quien pueda!"
Cada ruido se amplifica. Una bolsa que se mueve sola: suspenso. El rechinido de una puerta: terror psicológico. Una pelusa que rueda: taquicardia...
Siento que el aire se vuelve denso, el corazón me retumba en el pecho y mis pensamientos se dividen entre: Correr, gritar o mudarme...
El ratón, mientras tanto, probablemente está más asustado que yo, pensando: "Tranquila señora, solo buscaba una galleta, no su estabilidad emocional, relájese, humana, no pienso devorarla"
En cámara lenta, tomo la escoba como si fuera una espada sagrada. Uno nunca sabe si van a salir corriendo o si ya están planeando quedarse con la casa, así que, .avanzo un paso, otro... Y justo cuando pienso que la criatura se ha ido... aparece otra vez. Dos segundos de contacto visual. Yo grito. Mi grito estalla, seco y desesperado, como un eco de terror puro. Él huye...
Horas después, la casa vuelve al silencio. Miro debajo de la cama, detrás de los muebles, reviso los rincones. Nada... Pero el alma... sigue alerta. Porque donde hubo un ratón, hay una cicatriz emocional.
Con el tiempo he intentado "entenderlos". He leído que son criaturas inteligentes, sociables, incluso adorables. Sí, claro... desde lejos y en documentales de National Geographic. Pero en la vida real, cuando uno se los topa dentro de su casa, no piensa en Darwin ni en ecosistemas.
He considerado hacer constelaciones, terapia regresiva, hipnosis... incluso un exorcismo si fuera necesario. Porque a estas alturas sospecho que mi miedo no es simple, quizás en otra vida fui devorada por una plaga de roedores. Al menos ya he avanzado, ya puedo ver Ratatouille y al final, mi fobia me ha enseñado algo: No siempre podemos controlar nuestras reacciones, pero sí podemos reírnos de ellas. Porque si algo es más poderoso que el miedo... es el humor (y, bueno, tal vez un gato).