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Colibríes de luz

Colibríes de luz

Colibríes de luz

 ARMANDO BLANCARTE VILLARREAL

El siglo de durango

Estaba convencido que podría encontrar la manera de sentir y comprender la vida transcurrida, sobre todo ahora que su juventud había quedado atrás.

La luz del nuevo amanecer ilumina escasamente de tenue y fría luz la copa del árbol más alto del jardín; atrae mi mirada oblicua desde la cama a través de la ventana. Sería poético decir que me despertó el primer rayo de sol, y el trino de las aves; pero la realidad es que el último vistazo que di al reloj marcaba las 4:00 A. M., y desde entonces permanecí despierto en sueño aparente.

Venían recuerdos de hechos que no había vivido, tal vez su espíritu encerrado se fugaba de sí en busca de otros mundos que anhelaba, en el espacio que transcurría en lo irreal e intangible. ¿El pasado se encontraba en el mismo sitio a donde iban los muertos? ¿Existía la posibilidad de rescatarlo, de reencontrarlo? Quizá revivir intensamente en el pensamiento algún recuerdo feliz, le trajese conformidad de que su vida tuviera mayor sentido. Era una idea que había permanecido durante mucho tiempo por dentro y fuera de su piel.

Contra mi costumbre de ir a la cocina a preparar mi primer café, fui atraído al jardín por un fuerte impulso. Me sorprendí al encontrarme con dos colibríes que revoloteaban frente al árbol; eran los mismos, nuestros colibríes que se habían ausentado desde el verano antepasado. Extrañamente ante el invierno que comienza con intensidad, vuelven a su bebedero abandonado, que conservé limpio y abastecido de su líquido alimento. Los recibí con el gusto de quien ve en su visita una señal de buenaventura, pues es sabido que los colibríes son heraldos espirituales; llegaron con el sol y encontré similitud con Huitzilopochtli (colibrí del sur, dios de la mitología mexica, tutor del sol); tal vez vendría a chupar el elixir (espíritu), de mi corazón vivo (flor) de hombre caído en la batalla, y llevado al sol, donde habitan los inmortales.

Tal fue mi emoción que olvidé las pantuflas; el pasto congelado transmitió el invierno a las plantas de mis pies. Las aves giraban a mi alrededor; podía sentir el aire desplazado por su aleteo, su leve susurro; mensaje por descifrar, vibraba en mi oído. Todo me circundaba: aves, árboles ventanas, blancas paredes. Me sentí como el centro del sistema solar.

Los colibríes realizan su ritual previo a la libación del alimento sagrado; luego, suspendidos, levitantes introducen sus largos y afilados picos en el bebedero. Movimiento, agua, color, son una danza de inmortalidad. La escarcha brillante en el árbol lagrimeó rocío al leve calor del sol que descendía sin prisa; mi letargo y fastidio cotidiano de meses de encierro pandémico desapareció en un instante. Una cristalina gota cae en una hoja frente a mis ojos. El universo contenido en una pequeña gota de agua. La epifanía me atrapa; soy un corazón que late al ritmo de los sueños y trasciende la aparente realidad.

Tengo en mis manos de niño una esfera de nieve, es transparente como una gota de agua. Estoy junto al árbol navideño que mi madre ha instalado en un rincón de la sala, adornado con cálidas luces: rojas de fuego encendido, ámbar de pálida flama, reflejadas en las esferas del mismo color que titilan al ritmo de las luces.

En cada esfera cabe la vida, en cada amanecer, en cada gota de agua, en cada colibrí, en cada copo de nieve, en cada latido, en mi esfera de cristal.

La vida, siempre la vida, eterna en cada instante.

Desde la punta del arbolito una estrella me dirige su mirada, metálica y plateada. Mi madre al notar mi atención en ella, me dice: es la estrella de Belén; no sé a qué se refiere, pero intuyo que tiene que ver con la plenitud que me envuelve. Una esfera refleja mi rostro y en su forma convexa veo a mis padres y mis hermanos. Sacudo con ambas manos la esfera de cristal y la magia se derrama ante mi asombro. Lenta, la nieve cae misteriosa sobre el bosque y la casita, las ventanas exhalan una resplandeciente claridad que contrasta con la fría oscuridad. Él, desde el interior de la casita se funde con el tibio aroma de caña de azúcar y manzana que destila: el ponche de frutas la música, el rumor de la charla, las tibias luces encendidas. A distancia escucha el ronroneo de su gato.

Cae en su cabeza una fría lágrima de deshielo del árbol que, lo hace volver en el tiempo, y, entumido de frio aspira profundo. ¡Ahh! ¡Yo tengo esa esfera! me la dio mi madre, en algún lugar debe de estar. La busca en el armario en cajas que guardan: reliquias familiares, viejos juguetes, cosas personales en desuso. ¡Aquí está! Sopla el polvo en sus lisas, curveadas formas. La recordaba más grande; la frota contra sí con ansia, luce radiante; tal y como permanecía en su memoria. Sonríe, sus sienes palpitan... su flaca mano tiembla... aspira profundo... la agita, y, la magia vuelve... en su volver el tiempo.

Escrito en: cada, esfera, gota, colibríes

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