
La vida es así
Son las seis de la mañana. Laura se levanta con la fatiga pegada al pecho. No ha dormido: la tos la acosó como perro rabioso durante toda la noche. Sacude el sofá-cama en donde le tocó dormir. Dobla las sábanas, acomoda las almohadas: ordenar el desorden es una forma de engañar la angustia.
El agua la espera. Un baño será rito y alivio. Pero antes, la voz de su hermana atraviesa el aire denso de la madrugada. ¿Para qué te levantas tan temprano? Voy a donar sangre para mi mamá.
Aunque pronunciado con cariño, el reproche cae como piedra. Estás como la loca Pérez, con esa tos que no te deja. No vas a poder donar. Laura responde con una firmeza que nace de otro sitio, del amor que no admite excusas.
Claro que sí. Esta tos la he cargado siempre. Y si no, que me lo digan en el banco de sangre; ellos saben más que tú o que yo. El suceso se abre hacía lo colectivo: dos nietos, dos amigos y Laura, todos dispuestos a entregar lo que corre por dentro, lo que enciende la carne, lo que sostiene la vida. Pero no todos son aceptados. El filtro es silencioso, casi cruel. Laura, un nieto y una amiga son elegidos para ofrecer la sangre.
El pasillo del hospital se vuelve un altar discreto. El sacrificio no es heroico, es intimo: un acto mínimo donde la vida se decide a gotas. Laura, con su tos pertinaz, es testigo de un misterio: que la sangre, roja y secreta, puede convertirse en palabra de amor. Las paredes blancas y grises del hospital devolvían un frío que no era solo de muros, sino de presagio.
Los gestos de los presentes se mezclaban con el olor metálico del suero. Y Laura, apenas al cruzar el pasillo, retrocedió cinco meses en el tiempo: la memoria le devolvió ese instante en que la vida tiembla de improviso, cuando una llamada irrumpe como trueno.
Tía tenemos internado a mi papá en el ISSSTE.
El mensaje en el celular aún resonaba. ¿Cómo era posible? Dolor en las piernas, en las articulaciones, queja de huesos... pero al parecer, decían, no era grave. Al llegar, descubrió otra verdad. No era solo una cortada infectada por la diabetes; era un cuerpo hinchado de pies a cabeza, un río detenido que parecía desbordarse hacia adentro.
Laura, con su instinto de hermana, le ofreció un masaje de reflexoterapia, como si sus manos pudieran desinflamar no solo el cuerpo, sino también la sombra que ya lo rondaba.
Preguntó a los médicos: es neuropatía diabética, respondieron, y las palabras se apilaron como paredes. Tramadol, paracetamol, sueros inyecciones interminables.
El viernes, catorce de abril, al entrar Laura a su cuarto, lo encontró dormido: ojos cerrados, boca entreabierta, y en su pecho un silencio que le arrugó el corazón. Catarino, te vas a morir, pensó, y el pensamiento fue espina y desgarro.
No soportó verlo así, las lágrimas fluyeron: bajó a la sala de espera, donde los sobrinos hablaban con una calma heredada del desconcierto. Ya lo van a dar de alta tía, solo falta que el medico firme y extienda la receta.
Laura suspiró, como quien quiere creerle al destino. Se marchó con alivio, con esa fe a medias que sostiene, y por la tarde llamó: No, todavía no, el especialista salió de vacaciones hoy. Ni modo, mi papá tendrá que esperarse hasta que llegue otro doctor y firme el alta. La rabia se le encendió en el pecho. Vayan con el director, díganle que, si algo le pasa, vamos sobre de ellos. La amenaza fue más suplica que coraje, un intento inútil de torcer el destino.
A las ocho y media el teléfono sonó otra vez: Tía, mi papá ya despertó, está mejor, pudo orinar. El alma de Laura se alivió, culpándose por sus pensamientos oscuros, agradeciendo a Dios entre lágrimas tercas: Ni modo hermanito, hasta el lunes vuelves a casa. Pero la noche, como un cuchillo cortó la esperanza en dos. El timbre del teléfono abrió un abismo: Tía mi papá acaba de morir.
Y se fue Catarino. El profesor por necesidad, rural por vocación, el hermano alegre que siempre tenía un chiste, el que hizo reír a su padre, al juez y a los testigos cuando, se casó y preguntando por su religión, contestó con desparpajo: católico, romano, apostólico... y lo que le sigua. Se fueron sus risas su humor a deshoras, su manera de extender un plato al necesitado.
Quedaron en la memoria los pasillos grises, y un paisaje despojado donde la ausencia se vuelve nombre secreto, rumor de río que ya no regresa. Laura salió de sus recuerdos cuando le retiraron la aguja que había filtrado su sangre en una bolsa.
El movimiento la devolvió semanas atrás, a la ruta entre Durango y la Ciudad de México, ese tránsito donde el polvo seco del norte se mezclaba con el plomizo de la capital.
Viajar era siempre cruzar paisajes que parecían hablar: los llanos amarillentos quedaban atrás como un desierto que ardía en la mente, y el asfalto interminable, conducía hacia muros grises, hospitales donde la vida se mide en gotas. Su madre empeñosa e ilusionada decidió visitar a sus dos hijos. Se encontraba feliz en la casa de su hija, cuando de pronto cayó y no pudo levantarse.
Otra vez con todas las reservas el ISSSTE fue destino obligado. Fractura de cadera, dictaminaron. Y afuera, la espera: familiares bajo la lluvia refugiándose en la marquesina de una parada de camiones, como si fueran aves mojadas en un andén sin nombre. Dentro había sillas, pero no dejaban entrar. La intemperie era la antesala de la esperanza.
Una sobrina, ágil como un colibrí, burlo a los guardias. Consiguió hablar con la abuela y en la administración le dieron la noticia: cinco donadores de sangre antes de la cirugía. El 12 de septiembre era la fecha marcada, y mientras tanto la burocracia se volvía otra enfermedad, otra forma de dolor. La operación salió bien, el alivio fue breve: Laura, al ver a su madre cuando la dieron de alta, sintió una punzada, una corazonada que se le incrustó como espina. No me gusta cómo se ve, dijo a su hermana. ¡Cállate, cállate! Temo tus predicciones le rogó ella
Con voz vacilante pero fuerte. Laura calló como quien aparta una nube con la mano. Los días siguieron entre torpeza y risa: la madre con chispa, se burlaba de las hijas al verlas batallar para darle un baño. Ustedes no sacan un perro de una milpa, aunque se los den lazado, no saben cuidar un enfermo, decía, y su carcajada iluminaba el cuarto como un rayo de sol entre la tormenta.
4 Cuando todo parecía estable, Laura regresó a Durango. La tierra entre verde y seca la recibió con su respiro de polvo, con promesas de trabajo que terminaron en engaño. La ilusión de saber bien a su madre duro poco, el 24 de septiembre, llegó la llamada: su madre estaba grave y a las cinco de la tarde, otra llamada, ella murió.
La decisión fue rápida: Laura y sus hermanos se trasladaron a la Ciudad de México para velarla, estar en su cremación, sus cenizas volverían al templo donde solía rezar. Un regreso de humo y memoria, un viaje sin cuerpo, solo el polvo de lo amado guardado en una urna. Laura pensaba en Catarino, pensaba en su madre. Dos luces apagadas en tan poco tiempo.
A veces no lo creía: tomaba el teléfono para hablar con su madre, pero la realidad la hacía regresarlo a su sitio, cosas de la inercia decía. Con Catarino sentía que podía irrumpir con una broma, con una mirada cómplice en medio de la rutina. Terminaba diciéndose, como mantra de resignación: la vida es así, hoy estamos aquí, mañana quizá no.
Fuera del hospital, de la Ciudad de México, el aire olía a tierra mojada. Los árboles frente al ISSSTE, parecían doblarse bajo la lluvia, igual que los cuerpos bajo el peso de la espera. En Durango el viento arrastraba polvo y cardos, y en esa sequedad persistente, Laura aprendía, la sangre, el agua y la ceniza son formas distintas de un mismo destino.
Ella con su tos, seguía siendo testigo: que la vida no se guarda en los cuerpos, sino en los gestos de amor que permanecen, como lluvia que fecunda la tierra, como polvo que nunca se borra del todo.