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LETRAS DURANGUEÑAS

¿Qué sería de nosotros sin los recuerdos?

¿Qué sería de nosotros sin los recuerdos?

¿Qué sería de nosotros sin los recuerdos?

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Casi lo había olvidado. Hasta hace unos días cuando un sueño me trajo otra vez lo sucedido. Si empezara por contar el final, nadie no se lo creería, digo ahora treinta y cinco años después. Y lo curioso es la facilidad con la que nos metemos en problemas ajenos. Aunque yo tenía muy buenas razones para ayudar a Lalo, porque en las vacaciones me prestaba seguido "La perica", su destartalada chevroletita, para ir a darles agua a las yeguas a la barranca. Por eso cuando llegué aquel día de Durango en el último camión, lo primero que me dijo mi tía Petra fue que me esperaban unos amigos en el billar de Cata la bruja. Salí para allá, ni tardo ni perezoso.

¿Usté le hace a la lírica, qué no?, me dijo mientras apuntaba conocedor al cuatro. Por eso quiero pedirle un favorcillo. ¿Cómo la ve? Ya sabrá, nomás dígame. La bola cayó sonora en la buchaca ¡Oye, Quico molajas, síguele, que vamos a hablar de negocios!, se oía divertido al aventarle el taco al otro, también muy risueño. Nos sentamos en una banquita y me platicó lo que traía.

La cosa es que le mandé regalitos, recaditos y niguas, empezó a decirme, todavía sonriente. Entonces yo le calculé, continuó, pos quedrá dichos más finos. Y como yo lo veo a usté siempre con su librito pa arriba y pa abajo, pensé que estaría bien que me echara la mano con una poesía para convencerla ¿Qué le parece?

Luego luego me puse a trabajar. En tales ocasiones nada mejor que un acróstico. Batallé mucho pero encontré en aquel pueblito tan dejado de Dios unas hojas de máquina algo maltratadas. Con cuidado pasé en limpio el poema, remarcando bien las iniciales de cada renglón. Me sentí importante, un humilde lector que prestaba un servicio social a su comunidad. Al acabar, para que nadie nos oyera, desdoblamos el apunte debajo del techo de ocotillos del tejabán. Aclaré la voz y comencé despacio para que cada verso calara donde tenía que calar.

Al terminar lo vi fuera de la realidad. Y unos segundos después, como regresando de un lugar muy lejano, se frotaba las manos, y pelaba feliz la mazorca completa de sus dientes. Caray, qué bonito es lo bonito, la mera verdá. Le entregué el papel. Y acomodándose el sombrero, volvió a leerlo en silencio, más lentamente. Cada vez que la mira Lalo..., repetía embelesado. Espéreme tantito. Entró a uno de los cuartos descarapelados para traerme una bolsa llena de nueces. Lléveselas pa Durango. Sale, mi poeta...y me dio un fuerte abrazo.

El rancho hablaba muchas cosas de él, algunas extraordinarias y la mayoría buenas. Parte del año se la pasaba en unas tierras llamadas "Vizcayas", muy metidas en la sierra, a varias horas de cuestas y caminos pedregosos. Allá tenía sus agostaderos. Sembraba con un viejo John Dere. Siempre alegre, nunca se acostaba sin rezar un padrenuestro. Y aunque lo habían prevenido del peligro de los relámpagos, siempre ponía su campamento debajo de un mezquite del que colgaba una virgencita de Guadalupe tallada en madera. Llegaba a decir que cuando la parcela estaba muy mojada por las lluvias y no podían entrarle los arados, agarraba el caballo y subía a una montaña cercana. Disfrutaba un ascenso rodeado de encinos de brazos veteados, primero, y después de la matemática verticalidad de los pinos. Contaba que sus noches campestres eran tan claras que podía ver de punta a punta el Universo entero, pintado por enormes nubes anaranjadas, azules y de otros colores que no conocía. Veía el incesante caer de las estrellas con sus largas caudas de fuegos brillantes, y le alcanzaba la mirada para sorprenderse con las formas más extrañas y distantes. Mejor que en el cine ambulante, aseguraba. Pero también confesaba que al principio le daba miedo, se mareaba. Sobre todo cuando se fijaba en un fulgor diferente a los demás. Temblaba. Y mejor prefería pararse en la cumbre del cerro, y en un momento dado cerrar los ojos, para sentir que todo junto se empezaba a mover alrededor: su cuerpo, el caballo, los peñascos, las ramas. Por todos lados percibía el suave correr de los astros. Oía la música del mundo. Se integraba así perfectamente al inmenso mapa estelar. Supo entonces la única verdad que dedujo en su existencia: la vida y la muerte son igualitas. Somos polvo que da vueltas y vueltas. Uno era solamente otra luz entre millones y millones de puntas de veladoras eternas.

¿Qué sería de nosotros sin los recuerdos?, digo ahora también. En aquel rancho estaban nuestras raíces más profundas. El potrero de las siembras de mi abuelo don Manuel, la escuelita donde había trabajado mi madre, y los amigos de mi infancia. Porque muchas veces la memoria nos consuela con sus apariciones: las mujeres lavando en el río, la miel en penca que traían a vender los domingos, los baldes de tejocotes, duraznos e higos, los burros cargados de nixtamal afuera del molino. Era también el pueblo de la generosidad de María la del atole, de las alegrías de Min el peluquero, del Pintagatos. Nos cuidaba una blanca iglesia de Los Remedios y le daban salida a la población varios cercados de alambres y adobes antiguos. San Juan estaba rodeado de una docena de álamos y nogales que en algo lo defendían del calor. Qué triste sería si no tuviéramos siquiera de qué acordarnos.

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