Como un eco de la celebración del Día del Maestro, quiero referirme a la labor que el personal docente desarrolla en la escuela y que muy pocas veces es reconocido por nosotros los padres, debido -y también hay que admitirlo- a que su figura se ha deteriorado por la excesiva intervención de su sindicato. Sin embargo, considero que hay más factores positivos que destacar en su trabajo y que contribuyen a dignificar el proceso enseñanza-aprendizaje.
Desde que entramos a la escuela por primera vez, en el nivel de preescolar, nuestro paso por los planteles educativos es marcado por la presencia de buenos y malos maestros, calificación que les damos en función de nuestras expectativas, aunque en ocasiones los evaluamos injustamente cuando son muy estrictos o demasiado blandos y permisivos.
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Sin temor a equivocarme, creo que a todos nos tocaron los clásicos maestros “barcos”, es decir aquellos que aprueban a todos sus alumnos aun cuando entre éstos haya compañeros que merecían calificaciones reprobatorias.
En contraste, también tuvimos maestros cuya disciplina férrea, y a veces hasta autoritaria, nos hacía detestarlos al grado de que nos provocaban temor y procurábamos mantener atención a su clase, aunque en ocasiones no sabíamos ni de qué estaba hablando el profesor, a pesar de que parecía que toda nuestra concentración estaba puesta en él.
Mención especial merecen aquellos docentes que nos impulsaban a aprender, a estar pendiente de cada gesto que hacían. Eran una rara especie en peligro de extinción de los que desbordaban pasión por enseñar todos sus conocimientos y a cuyas clases no faltábamos por nada del mundo.
En lo personal, yo tuve una grata experiencia en el nivel de preparatoria, cuando la maestra de Inglés me invitó a incorporarme como profesor de esta materia en virtud de mis altas calificaciones. (Me parece pertinente aclarar que en quinto y sexto grados de primaria tuve la fortuna de estudiar esta lengua extranjera, por lo que se me facilitó el aprendizaje de esta asignatura).
Ya en el nivel de licenciatura tuve otros dos maestros que elogiaron mis exposiciones ante el grupo (Rina Barragán Ledesma y Enrique Torres Cabral), con frases como “¡Brillante exposición; deberías participar más seguido”, y “¡Excelente exposición; me va a quitar la chamba!”
CALIDAD, LA EXIGENCIA
Como padres, nos preocupa la calidad de la educación que están recibiendo nuestros hijos, por lo que demandamos que los maestros estén a la altura de nuestras expectativas. A cambio, nos comprometemos a involucrarnos de lleno en el proceso enseñanza-aprendizaje, colaborando en todas las actividades que organice la escuela.
Considero que para que las escuelas destaquen, a nivel colectivo, y los alumnos, a nivel individual, se requiere la conjunción de esfuerzos de maestros y padres de familia, pues mientras estos últimos no se comprometan con la educación de sus hijos difícilmente se obtendrán los resultados esperados.
Paralelamente, los docentes están obligados a cumplir con sus obligaciones al poner su máximo empeño para que los estudiantes absorban los conocimientos que les transmitan aquéllos en su momento, de tal forma que si la labor de alguno de los dos falla el resultado se reflejará en la pobre preparación académica de nuestros hijos.
Sin embargo, creo que la figura del maestro es fundamental para el crecimiento académico, porque finalmente en el salón de clases es donde el estudiante se retroalimenta de valiosa información que le servirá para ampliar sus conocimientos en materias tan importantes como Civismo, Matemáticas, Español, entre otras, y que dependiendo de la forma en que el profesor las aborde, el alumno asimilará su esencia para ponerlas en práctica en su vida cotidiana.
MOTIVACIÓN
En nuestra vida académica, a todos seguramente nos tocó el clásico maestro que, con exagerada seriedad, se limitaba a impartir su materia pero sin motivar el aprendizaje, con lo que su intención se perdía al utilizar el método equivocado para enseñar los conocimientos que buscaba fijar en nuestra memoria.
Pero, también con seguridad, tuvimos profesores entusiastas, enamorados de su profesión y cuya labor los hacía destacar entre los demás. A ellos les enviamos nuestro más sincero agradecimiento y un amplio reconocimiento, porque percibimos que su entrega, esfuerzo y profesionalismo son producto de una vocación a toda prueba.
Con toda certeza, sabemos que hay –como en todos los ámbitos- prietitos en el arroz que, desafortunadamente, desvirtúan la noble tarea que desempeña el magisterio en la sociedad, la que reconoce su valor para forjar estudiantes comprometidos con su patria. Sin embargo, afortunadamente, la gran mayoría -por lo menos así lo deseamos- tiene clara su misión, no sólo de cumplir con el proceso enseñanza-aprendizaje sino de aportar ese plus que requieren nuestros hijos en su papel de alumnos para motivarlos a superarse no sólo en el aspecto académico sino también como seres humanos.
Y aun cuando ya pasó su día, permítame, amable lector, felicitar a tres grandes maestras de primaria a quienes reconozco su entrega diaria por la educación, porque me consta su desempeño: Agustina Carrizosa, Julisa Bravo y Evangelina Espinosa. A ellas, mi admiración y respeto por su profesionalismo y auténtica vocación.
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