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Con el Ejército no se metan

EDUARDO SÁNCHEZ HERNÁNDEZ

Los militares entienden la lealtad. Esta es una de las virtudes más importantes de su código de honor y le reconocen tres vías: la que se debe a los superiores, la que se guarda a los compañeros y la que se dirige a los subordinados. Sin embargo, existe una cuarta vía que es aquella que viene de arriba hacia abajo y que los políticos soslayan: la que debe venir de la autoridad civil hacia el Ejército.

A partir de los años 30, la evolución de nuestro instituto armado ha sido notable. En 1968, con motivo de la matanza de Tlatelolco, la percepción que los ciudadanos tenían de sus Fuerzas Armadas se vino abajo. Han pasado más de 40 años y hoy es posible dilucidar que detrás de buena parte de los hechos que dieron al traste con la reputación del Ejército, se esconden las manos de políticos sin escrúpulos que cobraron las ganancias del río revuelto.

Desde 1968, los militares se dieron a la reconstrucción de su imagen. El auxilio invariable que las Fuerzas Armadas prestan a la población mexicana ante el embate de los desastres naturales; la presencia discreta y disciplinada de los militares en todo el territorio nacional; su conducta respetuosa con la población, y otros muchos elementos, consiguieron no sólo limpiar su imagen, sino colocar al Ejército como la institución más respetada de México.

Cuando llegó la alternancia, mantuvieron su lealtad con la institución presidencial y, sin lugar a dudas, Vicente Fox encontró en ellos apoyo incondicional. Cosa rara en México, la incondicionalidad se dio en los términos y condiciones señalados por la Constitución. Ni más, ni menos. Sin embargo, Fox cometió un error garrafal. En esta lucha absurda que los panistas emprendieron para encontrar puntos de división y conflicto entre los mexicanos, Fox decidió desempolvar los expedientes de la llamada guerra sucia contra la guerrilla de los años 70, y metió a la cárcel a prominentes miembros del Ejército que en su momento cumplieron con los códigos de la época y no requirieron de sus superiores una orden por escrito. Fox juzgó actos del pasado con normas del presente y lo único que consiguió fue desbocar los ánimos, ahondar en viejas heridas, y lastimar, otra vez, inútilmente al Ejército.

En 2006, después de una de las elecciones más cuestionadas de la historia de México, el presidente Calderón decidió legitimar su gobierno a partir de una declaración de guerra contra el crimen organizado y el Ejército lo apoyó. Poco se ha dicho sobre las razones jurídicas e históricas que los militares pudieron interponer para que se reconsiderara la conveniencia de involucrarlos en una lucha para la que no tienen el equipo necesario, ni el adecuado entrenamiento ni las facultades legales para inmiscuirse. Más allá de los obstáculos -incluida la posibilidad de que en el futuro los juzguen como Fox lo hizo con los militares de los 70-, las Fuerzas Armadas acudieron leales a la convocatoria presidencial y han dado una lucha extraordinaria en la que se juegan, una vez más, la vida y su buen nombre.

En estos años de lucha, el Ejército ha estado expuesto al poder corruptor del dinero y a los riesgos de una guerra en la que se expone constantemente a los ciudadanos. Como mexicano, estoy agraviado por el hecho de que se exponga innecesariamente la reputación de la última línea de defensa que tenemos. No se vale haber involucrado el prestigio del Ejército en la detención de Jorge Hank. Confieso que el personaje no me simpatiza. La percepción que existe de él no es buena y parece que hay buenas razones para ello. Sin embargo, no se nos debe olvidar que la arbitrariedad es tan nociva como la impunidad. Y hoy nos ha quedado en la boca la mezcla de ambos sabores.

No hagamos de esta institución y de sus acciones un tema de debate político. Caer en esa tentación constituye un suicidio. Respeten y sean leales. Con el Ejército no se metan. Ya estuvo bueno.

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EL UNIVERSAL/EEG, 240611

Escrito en: Ejército, militares, Armadas, embargo,

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