Discriminación por edad...
Suena el teléfono en mi casa, que es la de ustedes. Son las ocho de la
mañana. No respondo porque estoy bajo la regadera. Pasan dos minutos y
vuelve a sonar el aparatejo. Será algo urgente, pienso; y sin secarme salgo
a la recamara para descolgar la bocina. ¡Bueno!, respondo de mal talante--.
De allá para acá escucho el saludo de una voz educada y meliflua: "Llamo de
la ciudad de México... ¿puedo hablar con el señor Orozco?"
Demoro en responder porque pienso que quizás quien llama sea un oficial del
estado mayor del presidente Fox, que desea saber si ya recibí los dos pesos
con 77 centavos que mandó don Vicente `pá que me ayude´ Yo soy, a sus
órdenes; contesto mientras veo que a mis pies ha crecido un charco con el
agua que resbala de mi cuerpo y escucho que la ducha del baño quedó abierta
y se desperdicia el líquido elemento por el resumidero.
"Tanto gusto, señor Orozco. Le llamo para informarle que hoy amaneció usted
de suerte pues ha sido seleccionado para que el Banmadre le abra una
disponibilidad de efectivo hasta 50 mil pesos por medio de su tarjeta de
crédito. Sólo necesitamos sus datos personales que, desde luego,
permanecerán en absoluta confidencialidad: ¿Cuántos años tiene usted, señor
Orozco?"
Ahí se acabó el encanto para la voz inesperada. Mi edad, que ahora prefiero
mantener en el misterio, resultó la mejor manera de finalizar el fenicio
asedio del vendedor de ilusiones. El interlocutor telefónico escuchó las
cifras de mi madurez en plenitud como le dicen ahora a la cuasi vejez se
tragó su mugrosa saliva y se deshizo verbalmente en disculpas, antes de
llegar a reconocer, mortificado, que cuánta pena, pero yo no constituía un
sujeto beneficiable con aquella maravillosa disponibilidad de crédito. De
acuerdo con las normas bancarias cualquier persona con más de 65 años de
edad resulta inviable para todo. Y todo, recalcó, quiere decir todo; una
muerte social, política, civil y financiera que incluye a los ricos, a los
riquillos, a los pobres y a los miserables.
Colgué el teléfono tras echar unas cuantas malas palabras y me dispuse a
secar el piso de mi habitación. Pensaba cómo iniciar la ímproba tarea cuando
entró uno de mis nietos, se detuvo en la puerta, me vio de pie sobre el
charco, con el rostro estupefacto y la toalla enredada en la cintura; e ipso
facto se pegó con la palma de la mano en la frente y corrió a decirle a mi
esposa: "Abuelita, abuelita, el abuelo se pipió en el piso de su cuarto" En
el climax de la abnegación moví la cabeza resignado y me arrodillé a recoger
el agua. "¡Válgame Dios! ¿Pues que té pasó?" dijo mi esposa al verme, con
una actitud conmiserativa, cual si fuese un prostático irredento.
No respondí, simplemente corrí al baño a concluir mis interrumpidas
abluciones matinales. Bajo la ducha retomé el tema de la discriminación por
longevidad; pensé que esas disposiciones bancarias constituían una injusta
diferenciación que es necesario combatir. ¿Por qué se le cree a un
treintañero inexperto que contrata un financiamiento con más audacia que
respaldo económico? ¿Y por qué se niega solvencia a una persona mayor de
edad, con mucho o poco patrimonio? La respuesta es obvia: las compañías de
seguros no aseguran a los vetarros: son un riesgo muy alto...
Esa misma mañana me acerqué al banco donde mis empleadores depositan cada
quincena el salario que devengo. Iría con afán investigatorio, pues había
visto en los periódicos y en la misma institución bancaria varios anuncios
inspiradores: "¿Tiene usted un apuro inesperado? No sufra. Solicite un
crédito hasta por tres meses de su sueldo. Banmadre le ayuda"
Sólo para calar aquella publicidad hice cola ante el escritorio de un
ejecutivo de cuenta. Después de esperar un buen rato, el hombre se dignó
levantar los ojos hacia mí por un instante: "¿Qué se le ofrece?", murmuró sin
dejar de hacer cuentas en una calculadora eléctrica. Vengo por lo de los
créditos sobre la nómina, le dije. "¿Quién es su patrón?", me interrogó. Tal
y cual, respondí. "¿Cuánto gana?, ¿qué puesto desempeña? ¿qué antiguedad
tiene? y (¡maldición|) ¿cuál es su número del Registro Federal de
Causantes?..."
Todo lo declaré. Cuando oyó las iniciales y los números del RFC tomó nota
apresuradamente, digitalizó un cálculo en su maquinita y alzando su vista en
una mirada de conmiseración meneó la cabeza negativamente y pronunció un
indescifrable umpfff que significaba "ya para qué me dice más" Luego se
dedicó a golpear con el dedo el pedazo de papel donde había escrito mis
datos. "Dispénseme, señor, pero usted no es elegible, lo siento. Es que....."
Preferí interrumpirlo antes de que me dijera: "es que usted casi está
muerto, sólo que todavía no se ha dado cuenta" Minutos después salí del
Banmadre convencido de que eso que anuncia el gobierno federal sobre el
apoyo a la tercera edad resulta puro cuento.
Exorto, por lo tanto, a los diputados y senadores por Coahuila que anhelan
llegar a la gubernatura en el 2005 a que prueben un mínimo sentido de
solidaridad con "la mayoría de edad en plenitud" y gestionen ante sus
compañeros legisladores la derogación de todas las disposiciones bancarias
que limitan el acceso al crédito a los sesentones. Si logran hacerlo, les
prometo una manifestación de viejos en plenitud que los conducirá a vivir
en el Palacio Rosa de Saltillo aunque sea por 6 años...