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Enfrentar los escenarios de la vida

Aprender a educar las emociones

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Juan Manuel Torres Vega.

Las emociones constituyen uno de los recursos más importantes para sobrevivir y disfrutar cada día. Cuando están vinculadas a una formación inteligente, se convierten en aliadas y son un espacio significativo para educar y acompañar a los hijos.

Una lágrima ante una victoria o una dolorosa tragedia son muestras concretas de la condición emocional que vive una persona. Lo mismo sucede con el sentimiento de paz que brota del encuentro con el ser amado o con la naturaleza. Toda experiencia produce una emoción, a veces sutil y otras estruendosa, que puede convertirse en sentimiento.

“Una emoción es la combinación de cambios físicos que experimentamos cuando nos exponemos a un estímulo emocional” y “un sentimiento es la experiencia consciente del estado emocional que se produce al procesar los cambios corporales en el nivel de la corteza cerebral” (Gibb, 2007).

A diferencia del sentimiento, la emoción es automática e inconsciente y se produce en el sistema nervioso autónomo, específicamente en la amígdala, ubicada en nuestro sistema límbico. La respuesta emocional aparece tanto ante el estímulo externo, llegar a la cima de una montaña, como ante el interno, recordar ese momento en el futuro.

INTELIGENCIA Y EMOCIÓN

La definición de inteligencia recorrió un buen tramo durante el siglo XX. En 1905, Binet escribió: “El órgano fundamental de la inteligencia es el juicio. En otras palabras, el sentido común, el sentido práctico, la iniciativa, la facultad de adaptarse. Juzgar bien, comprender bien y razonar bien son los resortes esenciales de la inteligencia” (Molero, Saiz y Esteban; 1998). Él ubica la inteligencia en la racionalidad abstracta, dominada en ese tiempo por la lógica matemática. Casi ochenta años más tarde, Gardner (1994) afirma que la inteligencia es “la capacidad de resolver problemas, o de crear productos, que sean valiosos en uno o más ambientes culturales”. En este caso, el acento de lo racional se diluye y ahora se reconoce la inteligencia en acciones humanas donde se aprovechan los recursos con la finalidad de obtener un resultado valioso para la persona y su entorno.

Su teoría de las inteligencias múltiples identifica dos inteligencias personales: una desarrolla los aspectos internos de la persona (inteligencia intrapersonal) y otra los externos (inteligencia interpersonal). Ambas encuentran en las emociones la materia prima, en la propia inteligencia el proceso y en las consecuencias el producto del manejo adecuado o inadecuado de lo emocional.

Salovey y Mayer (1990) profundizan en ellas e integran el concepto de inteligencia emocional como “la parte de la inteligencia social que incluye la habilidad para captar las emociones y los sentimientos propios y de los demás, para discriminarlos, y para usar esa información en el diseño del pensamiento y las acciones de sí mismo”. Captar, discriminar y usar, los tres verbos involucrados en la definición, guardan riqueza en su detalle: captar, como valoración y expresión de las emociones, sea verbal o no verbalmente; discriminar, como regulación de las emociones; y usar, como aprovechamiento, para lograr una planeación flexible, un pensamiento creativo, una focalización de la atención en lo importante y una motivación para perseverar ante los retos.

PADRES E INTELIGENCIA EMOCIONAL

Si conseguir los frutos de la persona emocionalmente inteligente es atractivo para todos, lo es de un modo especial para quien acompaña la formación inicial y la posterior orientación de sus hijos. La tarea de los padres es vivir todos los aprendizajes que desean cultivar en sus hijos, en este caso, la inteligencia emocional. “La emoción es una de las formas más primitivas y poderosas de la comunicación humana” (Gibb, 2007); por ello, su papel en el clima familiar y para la construcción del bienestar comunitario resulta fundamental. ¿Cómo vivirla desde los verbos que proponen Salovey y Mayer?

A VIVIRLA

El primer paso es identificar y valorar las emociones (el cambio físico que se experimenta), así como reconocer los sentimientos asociados a ellas (el estado anímico consecuente). Un gol de último minuto en la final de un torneo, provoca múltiples emociones en los jugadores, el cuerpo técnico y los aficionados, tanto en triunfadores como en derrotados.

El gol es el mismo estímulo, pero la vivencia es diametralmente opuesta en los equipos involucrados. Emocionalmente, hay descarga de adrenalina, alteración de la respiración y aceleración del ritmo cardíaco, gesticulación facial, muy probablemente gritos y llanto, además del impulso de abrazar al otro, incluso a un desconocido.

Sentimentalmente, aparece la alegría, la tristeza, el éxito, el fracaso, la satisfacción, la frustración, la tranquilidad, el enojo, el orgullo y el coraje. Este paso está en la base de la inteligencia emocional, pues permite saber lo que sucede en la propia persona (contexto intrapersonal) y en los demás (interpersonal).

El segundo paso consiste en regular las emociones que se reconocen en sí y en los otros. Una regulación saludable se ejercita en la prudencia, la inteligencia práctica, como guía básica para decidir la conducta ante lo sucedido. La tentación para cualquiera de los padres cuando encuentran las huellas infantiles de lodo en el piso recién aseado, o ante el embarazo adolescente en un hijo, es preguntar quién fue y castigar al culpable.

Si la inteligencia emocional se activa, la pregunta cambia para saber qué pasó, y la prudencia conduce al diseño de alternativas de solución para tomar la mejor decisión posible, es decir, la que beneficia a todos los involucrados.

ALGUNAS ESTRATEGIAS

Son muy diferentes los aprendizajes que cada pregunta deja: la primera, refuerza la conducta no deseada, que se manifiesta en mentir, no asumir, desconfiar y ocultarse; y la segunda, lo hace con aquello que todo buen padre quiere: un hijo sincero, transparente, responsable, confiado y confiable. El efecto de ambos escenarios sobre el ambiente familiar es radicalmente opuesto. “Contar hasta diez” es una forma sencilla y efectiva de diferir la reacción impulsiva para dar paso a la respuesta racional, prudente y emocionalmente inteligente.

El tercer y último paso del proceso busca el máximo aprendizaje presente y prepara para el futuro a través del predominio de las emociones positivas. La búsqueda y reforzamiento de lo positivo incrementa la probabilidad de actuar de un modo cada vez más inteligente conforme pasa el tiempo. Hacerlo una vez cambia el momento, hacerlo cientos o miles de veces transforma la vida. Poco a poco hay un cambio de perspectiva y una ampliación de la mirada, lo que lleva a captar nuevos detalles y a multiplicar las oportunidades; también sucede un cambio en el carácter, manifestado en una actitud optimista ante la vida y sus hechos.

El punto central del optimismo se encuentra en la conducta, en hacer lo que se quiere lograr y no en los pensamientos, aunque sean muy bonitos, profundos, claros o broten de una «vaca sagrada». Si los padres hacen lo que quieren lograr, la probabilidad de que sus hijos lo hagan es mayor y crece con la repetición de esa conducta. Si no actúan y centran su aporte en regañar, castigar y «sermonear», lo más probable es que ocurra lo negativo, lo que no desean para ninguno.

Los tres pasos brindan un cauce saludable a toda emoción y sentimiento.

BUENAS NOTICIAS

La educación de las emociones es un regalo para siempre y permanentemente disponible de los padres a sus hijos, y también de los hijos a sus padres. Cada día ofrece oportunidades y la vida entera es el espacio para aprovecharlas.

Se trata de uno de los «negocios» más rentables que existen, pues la inversión es mínima (hacer lo que se quiere para el otro) y el rendimiento es máximo (dejar una semilla de calidad para vivir desde la flexibilidad, la creatividad, la prudencia, la atención de lo importante y la perseverancia).

¿Lo quieren los padres para sí y también para sus hijos? La evidencia está en los hechos.

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Escrito en: inteligencia, emociones, emocional, padres

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