Alfonso Reyes, ¿crítico de cine?
(Segunda parte
y última)
Hay que destacar, asimismo, el carácter interdisciplinario de la prosa de Reyes, las intertextualidades o, como mejor lo expresó Hugo Hiriart, “la constelación de referencias”; es decir, la inclusión de nombres como Baudelaire, Azorín, Poe, Wells, Nervo, D’Anunzio, Mark Twain, Bernard Shaw, Darwin, Stevenson, Ruskin, entre otros muchos que establecen de inmediato una conexión entre el drama cinematográfico y el discurso literario.
Valga mencionar su alusión al jefe del futurismo italiano cuando, al comparar los elementos de producción requeridos por el cine cómico yanqui, con los de los exagerados melodramas italianos del momento, Reyes escribe:
“Lo primero, menos ostentoso en apariencia, admite un escenario pobre y un vestuario de harapos; lo segundo exige trajes perfectísimos, y paisajes de tan concentrada dulzura que, al verlos, ocurre gritar con Marinetti : “¡matemos al Claro de Luna!” Donde el yanqui pone una pintoresca sala redonda con un tragaluz o una tronera, el italiano pone un castillo con terrazas sobre el jardín y el mar”.
Al citar el reclamo del futurista, Reyes declara su predilección por el cine de aventuras sobre los melodramas, que todavía hacían difícil distinguir la representación teatral y operística del discurso cinematográfico. Había interferencias. Se trata de cine mudo y su desarrollo fue lento y paulatino. Reyes está reportando los albores de un espectáculo cuya validez se tambaleaba -como vimos- entre los intelectuales, pero también entre los mismos asistentes. En “Somnolencia”, narra la carencia de estrenos en las salas de Madrid, lamenta los escenarios rebuscados y señala el hartazgo del público ante los claros de luna y “la inútil gesticulación italiana”. Los espectadores aprenden, comienzan a exigir cierta calidad, y se cansan.
En tanto, hasta los más aficionados se desalientan, y no es raro oír entre el público palabras como éstas: “si ese hombre atado, maniatado y amordazado logra aún salvarse a fuerza de tirones, yo me marcho y no vuelvo más al cine”.
La ironía y el buen humor constituyen una de las virtudes de estos textos, y la sonrisa de “Fósforo” no falta en los ensayos. La encontramos incluso cuando Reyes, en “El robo del millón de dólares”, nos previene contra los intereses económicos del cine y las aberraciones en que se puede caer.
“¡Lástima que a veces, el operador, en su deseo de ir de prisa para acabar a la hora reglamentaria o para dar lugar a una nueva venta de billetes, haga andar las cintas con una rapidez excesiva, destruyendo del todo la expresión humana, ahogando los detalles delicados y, positivamente, amenazando la salud visual de los espectadores! La desdichada Condesa Olga parecía un juguete de resorte. Sus pasos no eran pasos; sus ademanes no eran ademanes, sino una epilepsia constante... Hay que prevenirse a tiempo contra estos abusos, antes de que se transformen en plagas”.
La terrible manía de los operadores del proyector y los intereses monetarios de los dueños del cine no paralizan a Reyes, quien enriquece su escritura y saca partido de situaciones grotescas como la de la pobre Condesa Olga, en pleno ataque de epilepsia, provocada por “el cácaro”.(como se llamaba al operador) Cardoza y Aragón admiraba esta soltura, esta suavidad en la prosa de Reyes, y lo expresó así: “cómo sabe catar y descubrir las obras del genio y del ingenio del hombre. Cómo sabe su voz del gozo de las criaturas y las cosas. Sorpresa y azoro, inéditos sentidos y siempre una sonrisa sobre la gravedad de las bibliotecas”. Y siempre, también, una sonrisa frente a la seriedad de la pantalla. Atento al detalle, al humorismo callejero, recupera al tipo anónimo, al héroe -¿antihéroe?- popular que siempre tiene el ademán justo, la frase graciosa en el momento adecuado. Queda clara una cosa: Reyes se divierte cuando escribe, y eso se nota en estos textos en que describe a la Condesa Olga o al disgustado espectador que se marcha fastidiado y que, todavía hoy, como en 1916, nos hacen sonreír”.
Reyes intercala su conocimiento literario tanto en las referencias a autores de importancia como en la misma definición poética del nuevo decir visual. En una afortunada línea, define al cine como “simbolización luminosa del movimiento”. Igualmente, al hablar del fenómeno Chaplin -o Charlot- escribe: “Pero es que Charlot es siempre Charlot: un nuevo tipo cómico que ya hemos comparado a Pierrot: una nueva creación que queda fijada para siempre en el cielo estético de la pantalla y aparece siempre semejante a sí mismo, en los varios episodios de la vida grotesca”. Ese ‘cielo estético de la pantalla’ es digno del mejor poeta, y recuerda el gusto de Reyes por Mallarmé -uno de los personajes recurrentes en su obra- quien quería escribir el poema perfecto, en ‘el papel azul del cielo’ “. Y detengámonos ante el texto que dedica a Chaplin, a quien define como un “nuevo ente mitológico”, “héroe impertinente de la risa”, para ilustrar la destreza de su pluma, la economía verbal y la atinada metáfora de la que se vale para, en unas cuantas líneas, después de rastrear a Charlot por Madrid, relacionar el conocido juicio de Víctor Hugo ante la aparición de “Las Flores del Mal” de Baudelaire, con la emergencia del cómico inglés. En “La creación de un mito”, apunta...
“Habíamos anunciado que Charlot, rebasando el campo del cinematógrafo, saldría a la vida tocado en nuevo tipo cómico tan consistente como Pierrot. Y ¿quién no recuerda el Charlot del Carnaval? ¿Quién no ha visto los Charlots que se vendían en la fiesta de San Juan? ¿Y en el teatro de variedades del Retiro, el Charlot del restaurante acrobático? Y en el circo de Atocha, el excelente Charlot de los trapecios? ¿Y, en los toros, el Charlot torero? Y véase cómo, en distintas aplicaciones, se saca partido de cada uno de los atributos del nuevo ente mitológico, del sombrero y del bastoncillo, del traje y aun las botas. Por las calles, en las paredes, vemos Charlots toscamente pintados. Héroe impertinente de la risa, su recuerdo se asocia al de dos o tres gestos fundamentales; un saludo, un golpe y un salto. Chaplin ha logrado una de las invenciones más sutiles: ha inventado el frisson nouveau. Y ya para siempre, como emblema de la sensibilidad popular de nuestro tiempo, Charlot piruetea, piruetea “más serio que un enterrador”. Señálese la hora para el día en que se reduzcan todos los espectáculos públicos (el circo, las “variedades”) a evoluciones de temas, como se ha hecho ya con el teatro; señálese la hora en que Charlot aparece, primera influencia palmaria del cinematógrafo en la vida, imprimiendo de nuevo, diminuto temblor en el desarrollo de las cosas humanas”.
Al igual que muchos, Reyes reconoció en Chaplin al primer clásico del cine y lo dejó claro. Charlot inunda las calles de Madrid, invade la cultura cotidiana, imponiendo su sello en la “sensibilidad popular”, y Reyes lo persigue con fascinación.
Sin embargo, en otro ensayo, “Madrid y Barcelona”, critica el mito que emergía y que desplazaba los tipos nacionales por los extranjeros: “pero lamentamos que se siga tan de cerca a Charlot, cuando por la calle de Toledo se pueden hallar quince o veinte tipos nacionales tan aprovechables como aquél”. Es decir, la lucha por la colonización del imaginario de las masas ya estaba presente. Chaplin es uno de los primeros casos del “sistema de superestrellas”, aunque Reyes sólo registre el fenómeno sin analizarlo. No podemos dejar de pensar en otro “ente mitológico” que apareció más tarde en las pantallas sonoras mexicanas: Mario Moreno, “Cantinflas”, quien no llegará a ocupar el sitio de Chaplin, pero que marcó a las audiencias hispanas.
La crítica cinematográfica de Reyes está salpicada de sabrosos guiños literarios así como de referencias mitológicas, lo que otorga a su prosa un refinamiento insólito. Las películas a las que se refiere yacen hoy en el pasado lejano o en los museos; los actores y las actrices que anuncia -a excepción de Chaplin- han sido en su mayoría olvidados y, sin embargo, la prosa sobre cine del regiomontano, es todavía legible, y posee la elegancia y encanto que caracteriza a sus mejores ensayos.
Por aquellos días, en el gran genio del cine mudo americano , David Wark Griffith, maravillaba a su auditorio con los close-ups de Mary Pickford y de Lilian Gish, amplificando la hermosura de sus rostros y descubriendo nuevas emociones artísticas que antes no se habían vivido. Reyes toma conciencia de que una nueva forma de ver se despliega en la pantalla. Al comentar la película “El féretro de cristal”, apunta que existen diversos caminos para narrar: “Hay dos formas de cinematógrafo, opuestas en apariencia, complementarias en el fondo: consiste la primera en el desarrollo rápido de un argumento rico en incidentes de todo género... se procura, por la segunda, el desenvolvimiento gradual y pausado de una acción relativamente sobria”. ¿Y acaso Reyes no está distinguiendo, desde un principio, el hoy llamado “cine de aventuras” -que caracteriza a la industria norteamericana-, en contraposición al “cine de arte” -vena que ha tomado gran parte del cine europeo y del mejor cine del llamado Tercer Mundo? Y no solamente intuye estas dos escuelas cinematográficas, que más tarde serán claramente distintas, sino que se pasma ante la morosidad del cine contemplativo, “de arte”, que permite vistas inusitadas al ojo humano.
Esta cercanía y amplificación, esta “visión analítica” que permiten las lentes cinematográficas distinguió al nuevo arte y fue fundamental en la contienda final en la que el cine -a pesar de todo- desplazó al teatro y se transformó en la práctica cultural colectiva más destacada del siglo XX. En uno de los postreros artículos publicados por “Fósforo,” “La última evolución del cine”, vuelve a insistir en esa proximidad visual del discurso cinematográfico.
“La cercanía del cine -imposible en un escenario- permite sacar recursos mímicos inconcebibles hasta del más leve pestañeo; y la alucinación objetiva del cine, que tampoco puede igualar el teatro, logra producir relaciones sutilísimas de sensibilidad entre una fisonomía y un carácter. La fotografía cinematográfica -no según cuadros a la manera pompier, sino caprichosos y hasta inarmónicos: un cerrojo, dos manos lazadas que esconden un objeto, un brazo que sale de una cortina- ahorra una cantidad de explicaciones que la mímica teatral necesita como suplemento, en el mismo grado en el que las necesita la llamada música descriptiva”.
Reyes definía, así, uno de los elementos claves del lenguaje cinematográfico: esa calidad microscópica que lo distingue de todas las artes anteriores. Por lo tanto, su crítica no sólo se restringe al elemento literario, al qué de las películas que observa, sino que también incluye el formato técnico, mecánico, el cómo, irguiéndose como uno de los primeros críticos que trataron de definir esa lingüística visual, de entender la sintaxis cinematográfica y de descifrar las claves de este nuevo lenguaje.
Y para ahondar en esta idea de sintaxis cinematográfica, del cómo narrar, de las formas discursivas del incipiente lenguaje que Reyes empieza a definir, hay que detenerse ante su análisis de los efectos especiales. Y éste se realizó en la última reseña de “Fósforo”, titulada “La parábola de la flor”. Reyes advierte que, como bien señala el crítico norteamericano Rob Wagner del “Saturday Evening Post,” el “subterfugio cinematográfico”, es decir, los trucos ópticos, son más comunes de lo que se cree. Y en estas peripecias visuales se centra la magia del cine.
Todos, en efecto, comprenden que una aparición o una desaparición fantásticas, un gato que vuela, una estrella que se descuelga y rompe el telescopio de un sabio, o el derrumbamiento de la Torre Eiffel bajo el peso de una señora muy gorda, son engaños ópticos producidos por superposición de fotografías, empleo de espejos, interrupciones que permiten la sustitución de objetos, y demás maniobras análogas que alguna vez explicaremos.
En 1917, Reyes se aleja de la crítica cinematográfica y deja sin explicar muchos de estos efectos que menciona. Otros asuntos lo urgían. El escritor mexicano prosigue su labor como diplomático. Sin embargo, en este ensayo se detiene ante algunos trucos visuales que caracterizan al lenguaje del cine. El más conocido es, acaso, el de la rotación de inmensas multitudes que Cecil de Mille llevará, más tarde, al extremo, en lujosas superproducciones hollywoodescas. Reyes lo esclarece con brevedad: “en cuanto al procedimiento del ‘Tío vivo’, para hacer que treinta pobres diablos representen un ejército de varios centenares de hombres, no necesita explicación: los que salen por aquí vuelven a entrar por allá”. Otros efectos son más elaborados. Tras apuntar que los directores necesitan para sus películas, a veces, de la lluvia, y que ésta no acude al tiempo que se le evoca, explica: “el milagro se obtiene con los ventarrones producidos por abanicos eléctricos, con regaderas, mangueras y otros instrumentos semejantes. La regla consiste en hacer bajo especie diminuta lo que después se presentará amplificado”.
Y estos secretos de los estudios cinematográficos, que hoy son del conocimiento común, deslumbraban entonces al público.
Amante de la pequeña anécdota, Reyes ameniza la lectura con un par de entretenidas historias. Con respecto a la lluvia, anota: “un día se trataba de presentar una lluvia y hubo que desistir y dejarlo para mejor ocasión. ¿Adivina el lector por qué? Porque empezó efectivamente a llover”. Los llamados al lector por parte de Reyes son singulares. Le dan a su prosa un carácter de conversación que suaviza la lectura. Le otorgan oralidad a su discurso. Semejan sabrosas pláticas de sobremesa que invitan a relajarse y sonreír. Constituyen una de las finezas de su obra. El segundo relato es más elaborado, pero también lleno de simpatía.
La amplitud intelectual de Reyes le permitió ver en el cine la promesa de grandes logros que, en la actualidad, están a nuestro alcance en el hogar, con sólo apretar un botón. Por otro lado, dio libre vuelo a su imaginación creadora y soñó con la realización de una de sus novelas predilectas.
“Y, a propósito, ¡quién viera en el cine al hombre invisible de Wells, tal como éste lo concibió! Imagine el lector las escenas de robos y de combates; las plantas de los pies que se hacen ligeramente perceptibles con el polvo y el lodo de la calle; los días de lluvia, una forma humana transparente y brillante, como una fantástica pompa de jabón; el efecto de las escenas en que el hombre invisible se va despojando de sus vestiduras y disfraces, para escapar, desnudo, de sus perseguidores; el mendigo de quien logra apoderarse, y que resopla por esos caminos con su invisible fardo a cuestas; el gato desvanecido, cuyos ojos brillan en el espacio. Y, en fin, la lenta respiración del hombre invisible, a medida que la muerte va endureciendo las células de su organismo”.
Y de nuevo, en otra nota agregada al texto, anotó en 1950: “mi anhelo se realizó años después”. Por otro lado, en su descripción de las diferentes escenas que imagina de la adaptación de la novela, notamos que Reyes ya ha captado la importancia de dos elementos fundamentales de la sintaxis visual: el montaje o tempo cinematográfico y el suspense... Más tarde, cuando el inmortal realizador ruso Sergei Einsestein pase por México, Reyes escribirá sobre ¡Qué Viva México¡, la lamentablemente inconclusa película del soviético (véase “México en el cine: la obra de Einsestein, perdida”). Siempre preocupado por las posibilidades del cine y sus adelantos, Reyes se ocupó, años más tarde, del ralenti o cámara lenta e incluso del “cine microscópico” o científico (véase “La estética de lo fluido”).
Pero así como esos dos sueños cinematográficos de Reyes se cumplieron casi al pie de la letra, no sucedió lo mismo con otra célebre historia. Al reseñar una cinta sobre el Don Juan, acuden a su memoria las extensas lecturas del Siglo de Oro que lo acompañaban, y elabora lo que hoy se llama un “guión literario”; es decir, la descripción en prosa del relato que se va a narrar en la pantalla, un primer borrador, que después se desarrolla en tomas, planos y secuencias. Constituye, en verdad, un fascinante guión perfecto, la biografía en una nuez de un personaje que todavía hoy está en busca de director. Reyes señala, con prontitud, que la Comedia Española contiene innumerables dramas que podrían ser llevados a la pantalla. Y agrega:...”y no sólo la literatura: la misma historia de la época pudiera dar asunto a más de una cinta brillantísima: pongamos que sea la vida y muerte del Conde de Villamediana, Correo Mayor de Su Majestad, caballero opulento, gallardo poeta gongorino lleno de epigramas contra los vicios de la corte, aunque en todos solía incurrir. Veámosle cuando la cabalgata en que -cuenta Góngora-, por no deslucir parándose a buscar un valioso brazalete que se le había caído al correr del caballo, prefiere perderlo y seguir galopando. Veámosle en la justa donde se presenta con un vestido bordado de reales de plata y la intencionada divisa que dice: “mis amores son reales”; o en aquella corrida de toros en que, viéndole lancear, decía la Reina: “¡qué bien pica el Conde!”, y le contestaba el Rey: “pica bien, pero muy alto”. Imaginemos al Rey dudando entre la afición de Villamediana, a que le incita la Reina, y los celosos consejos del Conde-Duque de Olivares. Imaginémosle cuando, hallándose la Reina al balcón, viene por detrás a cubrirle los ojos con las manos, y ella, descuidada, exclama: “¡estaos quieto, Conde!”. Otra vez, hay función real en Aranjuez: se representa una Comedia de Villamediana y una de Lope de Vega. Villamediana, a media función, incendia el teatro para salvar a la Reina en brazos y hurtarle el favor de tocar sus pies. Denúncialo un pajecillo que lo ha visto huir por el jardín, llevando el precioso fardo a cuestas. Y tres meses después, el Conde de Villamediana es herido por mano desconocida, al pasar en coche por la calle Mayor. “¡Jesús!” ¡Esto es hecho!”, grita, y desenvaina todavía la espada al caer.
(Por cierto, y como apunte al margen, el Conde de marras fue aprovechado como personaje en los folletines de caballería sobre el Capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte).
Excelente historia que la pluma de Reyes narra con destreza y laconismo. Lástima que él mismo no escribiera un cuento, una novela o hasta una pieza de teatro con el asunto que relata, y que todavía ningún cineasta la adapte al cine. Y Reyes insiste en los verbos ver e imaginar que son claves para el discurso cinematográfico. Este ejemplo intertextal muestra, asimismo, la actualidad de su prosa: oralidad, don interdisciplinario, facilidad para conjugar elementos literarios y teatrales, un tono de amena charla, recursos utilizados para la interpretación de una película. Y estos recursos constituyen, hoy en día, herramientas fundamentales para los estudios culturales.
En 1932, al referirse al cine sonoro, Reyes escribió: “la prueba de que el cine es un arte (todo se demuestra por referencia a la idea platónica) está en que no es posible tratar de cine sin filosofar sobre estética” (“Nota sobre el cine”).
Y en esa lucha de hace casi un siglo, en la que se debatía la ambigüedad artística del cinematógrafo, si en verdad era arte o no, y si merecía llevar tal nombre, las tempranas prosas de “Fósforo” contribuyeron a ganar la batalla.